Casa de la Estrella. Donde nació la República libre y soberana de Venezuela en 1830.

Casa de la Estrella. Donde nació la República libre y soberana de Venezuela en 1830.
Casa de la Estrella, ubicada entre Av Soublette y Calle Colombia, antiguo Camino Real donde nació la República libre y soberana de Venezuela en 1830, con el General José Antonio Páez como Presidente. Valencia: "ciudad ingrata que olvida lo bueno" para el Arzobispo Luis Eduardo Henríquez. Maldita, según la leyenda, por el Obispo mártir Salvador Montes de Oca y muchos sacerdotes asesinados por la espalda o por la chismografía cobarde, que es muy frecuente y característica en su sociedad.Para Boris Izaguirre "ciudad de nostalgia pueblerina". Jesús Soto la consideró una ciudad propicia a seguir "las modas del momento" y para Monseñor Gregorio Adam: "Si a Caracas le debemos la Independencia, a Valencia le debemos la República en 1830".A partir de los años 1950 es la "Ciudad Industrial de Venezuela", realidad que la convierte en un batiburrillo de razas y miserias de todos los países que ven en ella El Dorado tan buscado, imprimiéndole una sensación de "ciudad de paso para hacer dinero e irse", dejándola sin verdadero arraigo e identidad, salvo la que conserva la más rancia y famosa "valencianidad", que en los valencianos de antes, que yo conocí, era un encanto acogedor propio de atentos amigos...don del que carecen los recién llegados que quieren poseerlo y logran sólo una mala caricatura de la original. Para mi es la capital energética de Venezuela.

domingo, 11 de mayo de 2014

Decía Paul Valéry en alguno de sus dilatados Cahiers, que para encontrar las cualidades esenciales de un idioma era menester acudir a la poesía, porque el poeta es aquel cuyo oficio es eliminar los ruidos del lenguaje, dejando solo los sonidos.

El Carabobeño 11 mayo 2014

La razón melódica de Valentina Marulanda (*)

 Alejandro Oliveros
Decía Paul Valéry en alguno de sus dilatados Cahiers, que para encontrar las cualidades esenciales de un idioma era menester acudir a la poesía, porque el poeta es aquel cuyo oficio es eliminar los ruidos del lenguaje, dejando solo los sonidos. Lo que parece decir el lírico y pensador francés, es que la esencia de un idioma radica en su musicalidad, que es lo que permanece cuando el poeta la ha despojado de los ruidos que, con reiterada frecuencia, opacan su brillo. De esta manera, el decir poético es una actividad indisociable de la música. Se me ocurre otra opinión al respecto. De nuevo, escrita por un poeta. 
Esta vez la de uno de los autores más musicales de la lengua inglesa, privilegiado por los dioses con un oído tan fino como el de Rubén Darío. Me refiero a Robert Frost, quien en una oportunidad señaló algo que me parece irrefutable: “Poesía es lo que se queda fuera en la traducción”. Y, como recuerdan los que han incursionado en la ingrata práctica, el más grande sacrificio que acomete el que la intenta es el de la música. Que es, nada más ni menos, eso que queda “fuera” y que, en resumidas cuentas, vendría a ser la poesía. Solo conozco un caso en que esta desdichada circunstancia haya sido superada. Se trata del admirable trabajo de J. A. Pérez Bonalde con “El cuervo”, de Poe. El resultado es el mejor poema de su talentoso autor y uno de los raros casos en los que la traducción es tan lograda, si no mejor, que el original. 
No obstante, poesía y música fueron una sola cosa en sus orígenes. El grupo de aedas que compuso Ilíada y Odisea tenía claro que la poesía era cosa de cantar y contar. Una actividad era inseparable de la otra. El “cantante de cuentos”, que era el poeta homérico, mantenía con su palabra cantada la atención de su público durante aquellos recitativos, siempre memorizados, que se tomaban extensas horas a lo largo de varios días. Con la recuperación de la escritura, la profesión de aeda comenzó a ser seriamente amenazada. Y no tenía idea aquel bardo distraído del siglo VIII aC. que cuando dictaba su canto al escribano que lo transcribía al papiro estaba, fatalmente, perdiendo su puesto. En lo sucesivo, ya no sería llamado para que recitara extensos fragmentos de la gesta homérica. Ahora se podía acceder a las transcripciones cada vez que fuera necesario. Fue el fin de la tradición oral en Grecia, tal como se había entendido durante cuatro siglos, y un duro revés a los defensores de la asociación música-poesía. Como se sabe, la tragedia es, también, un hecho musical. 
La diferencia con la epopeya es que la tragedia es una forma cerrada, que se representaba siempre de la misma manera. Mientras que la esencia del epos era la improvisación. Ni el canto ni el cuento estaban terminados. Es la mejor ilustración de la “obra abierta” de Umberto Eco, una verdadera work in progress, si una vez ha existido alguna. 
La fractura de la tradición oral dio lugar a una de las disputas más pintorescas, por bizantina, de la cultura del Barroco. ¿Qué es más importante en una partitura, la música o la palabra? La pregunta es el tema de una de las composiciones más fascinantes del siglo XX. Me refiero, por supuesto, a Capriccio, suerte de ópera de cámara escrita por Richard Strauss en 1942, poco antes de morir. Y es, asimismo, uno de los asuntos que revisa Valentina Marulanda en su muy interesante y documentado “La razón melódica”, una necesaria reflexión sobre el carácter de la música y su relación con la filosofía y los filósofos, desde Platón a Jankélevitch. 
Desde la introducción, la autora reconoce que la música es como la rosa del poeta, “sin porqué, florece porque florece”. A lo que añadiría Heidegger que el segundo “porqué” es el que nombra el fundamento. Lo mismo con la música. Pero, poco después, Marulanda nos revela que la música es “un misterio para quienes... pretenden indagar por el puro ser de la música. Aquellos que pretenden entenderla con las herramientas de la lógica y la razón”. Y los que se empeñan en entenderlo todo con esas herramientas no son otros que los filósofos. 
Y a los filósofos dedica Marulanda sus mejores páginas. Pero, ¿de qué filósofos se trata? No es casual que, en su mayoría, sean alemanes y casi todos portavoces de lo que se dio en llamar la modernidad: Schopenhauer, cuya prosa es la más musical entre los pensadores que han pensado en alemán; Nietszche y el más obvio y radical T. W. Adorno, compositor él mismo y uno de los discípulos más brillantes del brillante Alban Berg. De Schopenhauer nos recuerda la autora que en su “Weltanschaung”, su idea del mundo, la música “ocupaba un lugar privilegiado, fuera de toda escala, por ser la más perfecta expresión de todas las artes. Le atribuye una función metafísica, capaz de captar sin mediación alguna la esencia íntima, el Ser. La música es expresión directa de la voluntad”. Mientras que a Nietzsche, al cual no sabríamos entender sin Schopenhauer, el libro consagra unos buenos párrafos ajustados y esclarecedores. 
 En algunos de ellos se detiene a comentar las difíciles relaciones entre el filósofo y Richard Wagner, dos de los egos más abultados de la cultura alemana, una cultura nunca ayuna de egos abultados. Concluye Marulanda sus comentarios sobre el músico-filósofo de Zaratustra: “Sea como sea, hasta el ocaso de sus días se mantiene intacta su devoción por la música que considera tan esencial como el aire para el hombre. Y para el filósofo, en la medida en que ‘libera el espíritu’ y ‘da alas a los pensamientos’.
 Pero, además, en una dimensión ética, es factor de plenitud y antídoto contra el sufrimiento. ¡Qué poco se necesita para la felicidad! El sonido de una gaita. Sin música, la vida sería una equivocación’. Este citadísimo aforismo de ‘El crepúsculo de los ídolos’ encierra, ciertamente, una de las más elocuentes profesiones de fe en el milagro de la música que desde Orfeo no cesa de emocionar y de interrogar”.

(*) Valentina Marulanda  (1950-2012) nació en Manizales Colombia. En la universidad de Caldas siguió estudios de Filosofía y Letras y en la Universidad de La Sorbonne, París, se doctoró en Filosofía del Arte y la Cultura. En Caracas fue profesora, periodista y directora de Publicaciones y de Literatura del Consejo Nacional de la Cultura. En 2004 publicó  “Primera vista y otros sentidos”. La Universidad  Simon Bolívar editó el libro aquí comentado, La razón melódica: Filosofía, música, lenguaje, finalista del Concurso Anual Transgenérico de la Fundación para la Cultura Urbana.

El Carabobeño 11 mayo 2014

Un libro para todos

 No obstante, uno de los logros que más admiramos, y agradecemos, en “La razón melódica” es la lucidez de Marulanda a la hora de comentar al más “negativo” de los pensadores modernos. Claro está, nos referimos a Adorno, el cual, como Góngora en su tiempo, pensaba que la dificultad era una marca del genio. En Góngora era una respuesta al “mundo al revés” del seiscientos español; en el caso del pensador germano se trata de una postura filosófica, una reacción al absurdo de Auschwitz Adorno, como Rousseau, Nietzsche o Edward Said, es un pensador que viene de la música a la filosofía, que prefirió, como sus mencionados colegas, las dos líneas del cuaderno a las cinco del pentagrama. Por eso resultan tan necesarias las reflexiones del pensador de “Mínima moralia”. Dice nuestra autora: “El pensamiento de Adorno se mueve entre la filosofía y el arte –la música en primer lugar- o más bien, de la música y el arte a la filosofía. Su aproximación a los problemas estéticos no se hace desde afuera sino que proviene de la entraña misma del arte, desde la inmersión en la obra y partir de ella”.
Y, más adelante, y para que no se nos olvide: “Aunque sensible y conocedor de todas las formas artísticas, perspicaz y voraz lector de literatura es sin embargo en la música donde el juicio de Adorno se muestra más sabio y más incisivo”. Pero, a pesar de los brillantes acercamientos de Valentina Marulanda a las obras de los filósofos músicos y no músicos, seríamos injustos con su trabajo si no referimos sus apasionadas opiniones sobre los novelistas como Mann o Màrai, que han hecho de la música el asunto de algunas de sus obras más distinguidas. Pero también Camus y Vargas Llosa, Sartre y Saramago, Vegas y Vila Matas.
“La razón melódica” tiene la rara virtud de ser un libro para todos. Para los músicos profesionales y para los simples aficionados al arte sonoro. Lo único que nos recomienda la autora es un poco de inocencia al escuchar música. Que dejemos de lado todo apriorismo y nos entreguemos a la melodía sin “porqué”. Como el que toma un baño en el mar sin preguntar de dónde ha salido tanta agua. “La altiva razón técnica”, nos advierte Marulanda en buena hora, “también sucumbe a los sortilegios de la razón melódica”.

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