Casa de la Estrella. Donde nació la República libre y soberana de Venezuela en 1830.

Casa de la Estrella. Donde nació la República libre y soberana de Venezuela en 1830.
Casa de la Estrella, ubicada entre Av Soublette y Calle Colombia, antiguo Camino Real donde nació la República libre y soberana de Venezuela en 1830, con el General José Antonio Páez como Presidente. Valencia: "ciudad ingrata que olvida lo bueno" para el Arzobispo Luis Eduardo Henríquez. Maldita, según la leyenda, por el Obispo mártir Salvador Montes de Oca y muchos sacerdotes asesinados por la espalda o por la chismografía cobarde, que es muy frecuente y característica en su sociedad.Para Boris Izaguirre "ciudad de nostalgia pueblerina". Jesús Soto la consideró una ciudad propicia a seguir "las modas del momento" y para Monseñor Gregorio Adam: "Si a Caracas le debemos la Independencia, a Valencia le debemos la República en 1830".A partir de los años 1950 es la "Ciudad Industrial de Venezuela", realidad que la convierte en un batiburrillo de razas y miserias de todos los países que ven en ella El Dorado tan buscado, imprimiéndole una sensación de "ciudad de paso para hacer dinero e irse", dejándola sin verdadero arraigo e identidad, salvo la que conserva la más rancia y famosa "valencianidad", que en los valencianos de antes, que yo conocí, era un encanto acogedor propio de atentos amigos...don del que carecen los recién llegados que quieren poseerlo y logran sólo una mala caricatura de la original. Para mi es la capital energética de Venezuela.

sábado, 22 de noviembre de 2014

El cristiano es, en la Iglesia y con la Iglesia, un misionero de Cristo enviado al mundo. Ésta es la misión apremiante de toda comunidad eclesial: recibir de Dios a Cristo resucitado y ofrecerlo al mundo, para que todas las situaciones de desfallecimiento y muerte se transformen, por el Espíritu, en ocasiones de crecimiento y vida. Para eso debemos escuchar más atentamente la Palabra de Cristo y saborear asiduamente el Pan de su presencia en las celebraciones eucarísticas. Esto nos convertirá en testigos y, aún más, en portadores de Jesús resucitado en el mundo, haciéndolo presente en los diversos ámbitos de la sociedad y a cuantos viven y trabajan en ellos, difundiendo esa vida “abundante” (cf. Jn 10, 10) que ha ganado con su cruz y resurrección y que sacia las más legítimas aspiraciones del corazón humano.

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SANTA MISA
HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
Avenida de los Aliados, Oporto
Viernes 14 de mayo de 2010

Queridos hermanos y hermanas:
“En el libro de los Salmos está escrito: […] «que su cargo lo ocupe otro».
Hace falta, por tanto, que uno se asocie a nosotros como testigo de la
resurrección” (Hch 1, 20-22). Así habló Pedro, leyendo e interpretando la
palabra de Dios en medio de sus hermanos, reunidos en el Cenáculo después
de la Ascensión de Jesús a los cielos. El elegido fue Matías, que había sido
testigo de la vida pública de Jesús y de su triunfo sobre la muerte,
permaneciendo fiel hasta el final, a pesar del abandono de muchos. La
“desproporción” de fuerzas en acción, que hoy nos asusta, impresionaba ya
hace dos mil años a los que veían y escuchaban a Jesús. Desde las orillas del
lago de Galilea hasta las plazas de Jerusalén, Jesús se encontraba prácticamente
solo o casi solo en los momentos decisivos; eso sí, en unión con el Padre,
guiado por la fuerza del Espíritu. Y con todo, el mismo amor que un día creó
el mundo hizo que surgiese la novedad del Reino como una pequeña semilla
que brota en la tierra, como un destello de luz que irrumpe en las tinieblas, como
aurora de un día sin ocaso: es Cristo resucitado. Y se apareció a sus amigos
mostrándoles la necesidad de la cruz para llegar a la resurrección.
Aquel día Pedro buscaba un testigo de todas estas cosas. De los dos que
presentaron, y el cielo designó a Matías, y “lo asociaron a los once apóstoles”
(Hch 1, 26). Hoy celebramos su gloriosa memoria en esta “Ciudad invicta”,
que se ha vestido de fiesta para acoger al Sucesor de Pedro. Doy gracias a
Dios por haberme traído hasta vosotros, y encontraros en torno al altar. Os
saludo cordialmente, hermanos y amigos de la ciudad y diócesis de Porto,
así como a los que habéis venido de la provincia eclesiástica del norte de
Portugal y también de la vecina España, y a cuantos se encuentran en comunión
física o espiritual con nuestra asamblea litúrgica. Saludo al Obispo de Porto,
Mons. Manuel Clemente, que deseaba con mucha solicitud mi visita, y me
ha recibido con gran afecto, haciéndose intérprete de vuestros sentimientos
 al comienzo de esta Eucaristía. Saludo a sus predecesores y a los demás
hermanos en el Episcopado, a los sacerdotes, los consagrados y las
consagradas, y a los fieles laicos, especialmente a todos aquellos que están
 comprometidos activamente en la Misión diocesana y, más en concreto,
en la preparación de mi visita. Sé que han podido contar con la colaboración
efectiva del Alcalde de Porto y de otras autoridades públicas, muchas de las
cuales me honran hoy con su presencia; aprovecho este momento para
saludarles y asegurarles, a ellos y a cuantos representan y sirven, los mejores
éxitos para el bien de todos.
“Hace falta, por tanto, que uno se asocie a nosotros como testigo de la
resurrección de Jesús”, decía Pedro. Y su Sucesor actual repite a cada uno
de vosotros: Hermanos y hermanas míos, hace falta que os asociéis a mí como
testigos de la resurrección de Jesús. En efecto, si vosotros no sois sus
testigos en vuestros ambientes, ¿quién lo hará por vosotros? El cristiano es,
en la Iglesia y con la Iglesia, un misionero de Cristo enviado al mundo. Ésta
es la misión apremiante de toda comunidad eclesial: recibir de Dios a Cristo
resucitado y ofrecerlo al mundo, para que todas las situaciones de
desfallecimiento y muerte se transformen, por el Espíritu, en ocasiones de
crecimiento y vida. Para eso debemos escuchar más atentamente la Palabra
de Cristo y saborear asiduamente el Pan de su presencia en las celebraciones
eucarísticas. Esto nos convertirá en testigos y, aún más, en portadores de
Jesús resucitado en el mundo, haciéndolo presente en los diversos ámbitos
de la sociedad y a cuantos viven y trabajan en ellos, difundiendo esa vida
“abundante” (cf. Jn 10, 10) que ha ganado con su cruz y resurrección y que
sacia las más legítimas aspiraciones del corazón humano.
Sin imponer nada, proponiendo siempre, como Pedro nos recomienda en
una de sus cartas: “Glorificad en vuestros corazones a Cristo Señor y estad
siempre prontos para dar razón de vuestra esperanza a todo el que os la pidiere”
 (1 P 3, 15). Y todos, al final, nos la piden, incluso los que parece que no lo
hacen. Por experiencia personal y común, sabemos bien que es a Jesús a quien
todos esperan. De hecho, los anhelos más profundos del mundo y las grandes
certezas del Evangelio se unen en la inexcusable misión que nos compete, puesto
que “sin Dios el hombre no sabe adónde ir ni tampoco logra entender quién es.
Ante los grandes problemas del desarrollo de los pueblos, que nos impulsan casi
al desasosiego y al abatimiento, viene en nuestro auxilio la palabra de Jesucristo,
que nos hace saber: ‘Sin mí no podéis hacer nada’ (Jn 15, 5). Y nos anima:
‘Yo estoy con vosotros todos los días, hasta el final del mundo’ (Mt 28, 20)”
(Enc. Caritas in veritate, 78).
Aunque esta certeza nos conforte y nos dé paz, no nos exime de salir al
encuentro de los demás. Debemos vencer la tentación de limitarnos a lo que
ya tenemos, o creemos tener, como propio y seguro: sería una muerte
anunciada,
por lo que se refiere a la presencia de la Iglesia en el mundo, que por
otra parte, no puede dejar de ser misionera por el dinamismo difusivo del
Espíritu. Desde sus orígenes, el pueblo cristiano ha percibido claramente
la importancia de comunicar la Buena Noticia de Jesús a cuantos todavía
no lo conocen. En estos últimos años, ha cambiado el panorama antropológico,
cultural, social y religioso de la humanidad; hoy la Iglesia está llamada a
afrontar nuevos retos y está preparada para dialogar con culturas y religiones
diversas, intentando construir, con todos los hombres de buena voluntad, la
convivencia pacífica de los pueblos. El campo de la misión ad gentes se
presenta hoy notablemente dilatado y no definible solamente en base a
consideraciones geográficas; efectivamente, nos esperan no solamente los
pueblos no cristianos y las tierras lejanas, sino también los ámbitos
socio-culturales y sobre todo los corazones que son los verdaderos
destinatarios de la acción misionera del Pueblo de Dios.
Se trata de un mandamiento, cuyo fiel cumplimiento “debe caminar, por
moción del Espíritu Santo, por el mismo camino que Cristo siguió, es
decir, por el camino de la pobreza, de la obediencia, del servicio, y de
la inmolación de sí mismo hasta la muerte, de la que salió victorioso por
su resurrección” (Decr. Ad gentes, 5). Sí, estamos llamados a servir a
la humanidad de nuestro tiempo, confiando únicamente en Jesús,
dejándonos iluminar por su Palabra: “No sois vosotros los que me habéis
elegido, soy yo quien os he elegido, y os he destinado para que vayáis y
deis fruto, y vuestro fruto dure” (Jn 15, 16). ¡Cuánto tiempo perdido,
cuánto trabajo postergado, por inadvertencia en este punto! En cuanto
al origen y la eficacia de la misión, todo se define a partir de Cristo: la
misión la recibimos siempre de Cristo, que nos ha dado a conocer lo que
ha oído a su Padre, y el Espíritu Santo nos capacita en la Iglesia para ella.
Como la misma Iglesia, que es obra de Cristo y de su Espíritu, se trata de
renovar la faz de la tierra partiendo de Dios, siempre y sólo de Dios.
Queridos hermanos y amigos de Porto, levantad los ojos a Aquella que
habéis elegido como patrona de la ciudad, Nuestra Señora de Vandoma.
El Ángel de la anunciación saludó a María como “llena de gracia”,
significando con esta expresión que su corazón y su vida estaban totalmente
abiertos a Dios y, por eso, completamente desbordados por su gracia. Que
Ella os ayude a hacer de vosotros mismos un “sí” libre y pleno a la gracia de
Dios, para que podáis ser renovados y renovar la humanidad a través de la
luz y la alegría del Espíritu Santo.

© Copyright 2010 - Libreria Editrice Vaticana

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