Albersidades
Recuerdos de infancia
Peter Albers
En atención a que no se puede opinar sobre ningún tema que pueda ser sospechoso de incitación a votar por algún candidato o de manifestar tendencia hacia una u otra parcialidad, así haya uno estado todo el año haciéndolo, vamos a tratar hoy un tema inocente: un recuerdo de infancia.
Eran los años previos al Cuatricentenario de Valencia, a partir de más o menos 1947. Vivíamos entonces en el sector de La Ceiba, en un terreno bastante grande que Otto Albers había adquirido el año anterior. 4.500 metros cuadrados de terreno, donde hoy funciona una venta de pollos asados y cuyo nombre recuerda al bosque que una vez allí existió, era nuestro paraíso terrenal compartido con los amigos del vecindario. En medio de ese bosque hizo construir nuestro padre una amplia casa. El “arquitecto” y constructor fue el austríaco “Pepe” Kahr, quien construyó muchas quintas a lo largo de la avenida Bolívar y sus alrededores. Todavía existe una de esas casas, escondida entre frondosos árboles y ahogada, a pesar de las dimensiones del terreno, entre edificios y el elevado de El Viñedo. La urbanización que lleva ese mismo nombre estaba en ciernes, y todavía estaba la vasta propiedad cubierta de parras, más o menos hasta donde están hoy un liceo y un campo de béisbol. Más al oeste, naranjales y potreros llegaban hasta las faldas del cerro.
Periódicamente programábamos excursiones hasta el nacimiento de la quebrada “Casupo”. Entre los preparativos estaba el conseguir que Antonio Fuentes, propietario del Bar “La Ceiba”, frente a la estación de servicio del mismo nombre, nos regalara botellas vacías de champaña, a las que luego, con mucha paciencia y tino, les quitábamos la punta del cono invertido que forma el fondo de ellas, mejor conocido, y perdóneseme la expresión, “el culo de la botella”. Con el mismo corcho le tapábamos la boca, y por el fondo introducíamos pequeños trozos de pan viejo.
Así provistos, además de un par de lomitos (Bs. 4,50 el kilo), cuchillos de monte y un machete, emprendíamos la marcha a través de los viñedos, siguiendo un camino de tierra que podríamos decir es la actual Avenida Monseñor Adam (es Adam y no Adams, como los chicles). Concluido el trayecto a través de aquella fructífera sabana, nos aprestábamos a iniciar la subida del cerro, siguiendo la margen izquierda de la quebrada. En aquel entonces (ignoro si todavía están) había una cantidad de pozos y remansos, rodeados de bambúes, platanillos, “paragüitas” y “raqui-raquis”. A medida que subíamos, íbamos dejando sumergidas en las puras y limpias aguas las botellas que nos servirían de nasas. Llegados casi hasta la cumbre, nos refrescábamos el acaloramiento de la subida con las frías aguas del manantial de la quebrada, para lo cual habíamos traído trajes de baño. No había espacio para nadar, pero sí para sentarse sobre las piedras del fondo y dejar que el agua fluyera alrededor de nuestros sudorosos cuerpos.
Luego de un rato emprendíamos el descenso, durante el cual íbamos recogiendo las botellas-nasas, ya llenas de sardinas de río, empeñadas en escapar a través del vidrio e imposibilitadas de encontrar la salida de aquella trampa: el mismo agujero por donde habían entrado. Con una guafa las ensartábamos por una agalla, y de allí no se soltarían hasta llegar a la sartén impregnada de mantequilla, para constituir un abreboca antes de la cena.
Eran tiempos de gente sana, cuando un grupo de niños y adolescentes podía sin temores hacer excursiones por los hermosos campos que rodeaban a la ciudad.
peterkalbers@yahoo.com
@peterkalbers
Notitarde 4 de diciembre del 2015
Notitarde 4 de diciembre del 2015
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