Platón y el síndrome de Siracusa
15 DE JULIO 2014 - 00:01
“Así, y tras dos milenios y medio, el caso Platón y Dionisio de Siracusa se convertiría en el síndrome del filósofo que decide ir a meterse donde no le llaman –como definía, por cierto, Jean Paul Sartre al intelectual: ‘Quelqu’un qui se mêle de ce qui ne le regarde pas’ – saliendo escamado del intento. Por cierto, lejos del lugar que habita y en donde nada ni nadie amenaza su existencia, pretendiendo corregir el rumbo de quienes se ocupan de lo suyo, ganando indulgencias con escapularios ajenos”.
A Leopoldo López, compatriota.
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Hace 2.400 años, Platón, el privilegiado discípulo de Sócrates, convencido tras la muerte del padre de la filosofía a manos de la demagogia ateniense de que solo un filósofo podía dirigir los destinos de la república para bien suyo y de sus posteridad –como lo plasmara en una de las obras más trascendentales de la historia del pensamiento occidental, La república– decidió pasar de la teoría a la práctica intentando llevar a cabo sus ideas convenciendo de ellas al tirano de Siracusa, Dionisio el joven, con quien estableciera contacto a través de uno de sus ciudadanos y amigos siracusanos, Dion, cuñado de Dionisio el viejo, padre del nuevo tirano. Se desplazó hasta Siracusa, la principal ciudad Estado de Sicilia, entró a la corte, causó en el joven tirano la mejor impresión y se hizo a la tarea de convertirlo en un filósofo.
El resto es historia. Al margen de las veleidades de Platón, ya entrado en años y porfiadamente convencido de su tarea, como que realizó tres viajes sucesivos hasta Siracusa, todos coronados con el fracaso, Dionisio, el político, que luchaba por mantenerse en el poder asediado por los cartagineses y la competencia de sus enemigos locales, vio en el ingenuo pensador ateniense un infiltrado de aquellos, lo encarceló, lo vendió como esclavo y a punto estuvo de pasarlo por las armas. Tras el tercer intento, salvó apenas la vida gracias a las influencias de Dion y volvió a sus ocupaciones del pensar, posiblemente más escéptico del poder corrector de las ideas sobre un universo tan maleado e intrínsecamente dominado por la perversidad de la lucha de todos contra todos como el del mercado del poder público. En el que habitualmente no se imponen los más sabios, sino los más necios; los más cruentos, no los más benignos; los más indignos, no los más honrados. Los culpables, no los inocentes. Como lo sabemos desde que el pueblo de Galilea, en ejercicio de una decisión plebiscitaria, le perdonara la vida a Barrabás para condenar a Jesucristo.
Así, y tras dos milenios y medio, el caso Platón y Dionisio de Siracusa se convertiría en el síndrome del filósofo que decide ir a meterse donde no le llaman –como definía, por cierto, Jean Paul Sartre al intelectual: ‘Quelqu’un qui se mêle de ce qui ne le regarde pas’– saliendo escamado del intento. Por cierto, lejos del lugar que habita y en donde nada ni nadie amenaza su existencia, pretendiendo corregir el rumbo de quienes se ocupan de lo suyo, ganando indulgencias con escapularios ajenos.
Cuenta el anecdotario que el Platón, o como él mismo se lo creyera, el Aristóteles alemán del siglo XX, Martin Heidegger, de regreso a su cátedra tras el fin de la Segunda Guerra, cargado con el estigma de haber militado en el Partido Nacional Socialista, de haber sido un deslumbrado admirador de Hitler y de haber asumido la rectoría de la Universidad de Friburgo propuesto por el nazismo, pasó cabizbajo ante sus colegas que le murmuraron: “¿De regreso de Siracusa, Herr Professor?”.
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Toda semejanza es odiosa y toda comparación, un despropósito. Pero no dejo de recordar la historia de Platón y el tirano de Siracusa, así como la voluntad correctora aunque estrictamente intelectual y a manos limpias de ciertos profesores de filosofía, autoconvocados a intervenir en los asuntos de países ajenos al suyo propio, inocentes o menos verbalizados, en donde hacer la carrera de sabios que les fuera vedada en sus patrias de origen o en sus naciones de adopción resulta mucho más accesible y conveniente, pues no influye ni en las recompensas de sus jubilaciones ni en los peligros que entraña meterse en lo que sí compete. Las manos de la justicia del horror o de los jóvenes tiranos no son tan largas como para encarcelarlos en sus habituales lugares de desplazamientos. Ni Venezuela es Sicilia ni Caracas Siracusa. Ni Chávez, Maduro, Capriles Radonski ni los otros miembros de la MUD tienen la menor relación con Dionisio el joven y la corte de su tiranía.
Uno de dichos Platones ha hecho carrera en Centroamérica como portavoz de la ortodoxia marxista, al extremo de proveer al teniente coronel golpista de un vademécum ideológico político de la revolución, de su propia invención –el socialismo del siglo XXI– y se siente en capacidad de dictaminar lo que en estos 14 años de desastres se ha hecho bien o mal en Venezuela. Con un saldo que ni a él ni a los suyos le ha significado otra cosa que suculentos estipendios, viajes, asesorías ideológicas y otras granjerías. Sin consultarlo con nadie. No actúa en su país, desde luego, y como tampoco lo hacía por entonces Platón, el dialogante de Sócrates, en la Atenas de sus cuidados, ya que podría terminar condenado a la prisión de alta seguridad de Stammhein, en Stuttgart –donde se suicidaran mis amigos Gudrun Ensslin y Andreas Baader, de la Baader Meinhoff Bande, que ni bajaron al sur a hacer lo que tuvieron el coraje de hacer en su propio país ni coquetearon con revoluciones dolarizadas a las orillas del Caribe–, ni en ninguna universidad o ciudad, Estado o aldea alemana, ni en México, ciudad en cuya universidad pudo alzar nuestro pensadorin partibus el vuelo de su sabiduría de proveniencia teutona pero solo de dientes afuera, sin meter los dedos en las guillotinas de la policía política mexicana, que tampoco se anda con melindres. Siguiendo, por cierto, la vieja conseja de que en el país de los ciegos el tuerto es rey. Ni Cuauhtémoc Cárdenas ni Hugo Chávez eran profesores de germanística. Él tampoco, pero nació en Alemania. Lo que le ha servido de aval para hacerle creer al pobre Jorge Giordani, dominicano él, que él sí sabía de economía política y convencer a intelectuales latinoamericanos de la talla de Daniel Ortega, Evo Morales y Jesse Chacón que él sí pensaba, luego existía.
Malandrerías, entuertos y juegos de abalorios de un campamento en ruinas llamado Venezuela. Cuyos ágrafos hombres de acción, para defender sus atropellos, traiciones y tartufadas requieren de filósofos de proveniencia gótica o seudogermana, para que vengan a demostrar sus conocimientos en un macarrónico español en nuestras provincias frente a nuestro sorprendido llaneraje salvaje.
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Pero si “la revolución bonita” tuvo, en efecto, a su Hans Dieterich Steffan, que de él venimos hablando, la oposición no le ha ido en saga. La más ardorosa y respetable defensa, con olor a academia y dejo a biblioteca vaticana del turbio oportunismo reformista y los sistemáticos y ominosos tropiezos de los connivientes de nuestra acera o de la salida “centrista”, como él tiene el gusto de llamar, no ha sido ninguno de esos sociólogos, politólogos, columnistas, encuestadores o escribientes nativos, dados a la caña y el buen vivir, al matonaje en singladura oxfordiana y a la escritura en clave cubano-americana tipo Guillermo Cabrera Infante o Norberto Fuentes, sino un excamarada y condiscípulo chileno al que he tenido el gusto de reencontrar luego de una larga travesía por el destierro. Me refiero al profesor Fernando Mires.
Sería ofensivo comparar a mi excamarada Mires con Hans Dieterich, Ignacio Ramonet, Norberto Ceresole o con el joven eurodiputado español Pablo Iglesias, todos ellos asesores ocasionales del teniente coronel Hugo Chávez o su designado heredero, venidos desde Francia, España, México o de Argentina a enderezar los entuertos de la agrafia castrochavista gobernante. Todos ellos embaucadores y charlatanes descaradamente caraduras y aprovechadores, tolerados y regiamente recompensados por el analfabetismo cuartelero del golpismo venezolano para cubrir sus carnes, desnudas de toda formación intelectual, visto que quienes usurpan el título de intelectuales del régimen y ostentan su misma nacionalidad son tanto o más analfabetas que los coroneles, comandantes y generales a los que justifican, legitiman, sirven y barnizan con cierta pátina de elegante locuacidad. Hacen vida en las instituciones culturosas del Estado, ejercen ministerios y direcciones de despachos y son tan menguados y minusválidos, que apenas si sirven para llenar formularios de cupos Cadivi.
Tampoco es del caso considerarlo insustituible en el universo de la oposición oficialista, que ella sí tiene sus propios intelectuales orgánicos, como llamaba Antonio Gramsci a los obreros del intelecto al servicio del poder, dondequiera se encontrara. Historiadores, sociólogos, filósofos, abogados, académicos y una amplia gama de representantes de lo que podría llamarse “la intelligentsia opositora” pulula por los pasillos de las secretarías generales de los partidos del establecimiento, acuerdan estrategias, convienen encargos, reciben sus salarios y renuevan sus contratos nada más perfilarse un nuevo proceso electoral, cuando se hace indispensable volver a arrancar la maquinaria de la guerra sucia. Editan o están en las redacciones de los medios que aún sobreviven al tsunami fascista, detentan honorables programas radiales y televisivos de opinión, son de hablar cadencioso, sereno y pausado como para darle foniátrica credibilidad a sus medias verdades y se les ofrenda el debido respeto a su estrambótica figura de bustos parlantes.
¿Por qué el profesor Mires, que piensa y siente exactamente como ellos, sirve a los mismos intereses político-partidistas y recibe el mismo encargo inculpatorio de lo que se tercia y media entre la sociedad venezolana y la autoridad de su élite política, si aquí sobran los fablistanes, tartufos e ideólogos de la ciencia del mercadeo político?
Por una sencilla razón: ni el más jesuítico de los opinadores radiales ni el más shakesperiano de sus columnistas de opinión ha logrado mantener incólume su credibilidad. Empujados por la urgencia de la defensa de sus bien temperadas cuentas bancarias o sus esperanzas ministeriales o diplomáticas –de ministro o embajador hacia abajo, ni de vaina, me dijo uno de ellos en ocasión de una invitación a colaborar con una respetable figura opositora carente de todo poder monetario efectivo y real– han acompañado a los políticos que los monitorean a distancia en su caída a los abismos del desprecio colectivo.
Un profesor de una universidad alemana, así ya se haya jubilado, escriba con cierta académica y profesoral coherencia y monte sus razonamientos con la docta pátina de un proyecto de doctorado, siempre es bienvenido. Los tontos graves pueden creer que ese tono importa más que las medias verdades que articule. “¡Mírale las manos!”, cuenta Jaspers que le respondió Heidegger al inquirirle sobre la razón de su fascinación por ese matarife siniestro y vulgar llamado Adolf Hitler. La estupidez es insondable.
@sangarccs
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