Trabajos de los Académicos
Juan Antonio Segrestáa, o una pasión por la ciudad
Discurso del Dr. José Alfredo Sabatino Pizzolante, con motivo de su incorporación como Individuo de Número a la Academia de la Historia del Estado Carabobo – Casa La Estrella – 15 de Noviembre de 2008.
De cuando en cuando la historia nos sorprende con hombres que no viven para sí. Son personas que han comprendido que la vida en sociedad no es fácil, y que todo pueblo tiene necesidades, anhelos y derechos que les deben ser satisfechos. Son esos hombres que levantan su voz ante cualquier injusticia, sin atender a intereses personales, mucho menos a intereses mezquinos. La historia les reconoce con el apelativo de Prohombres. El personaje de quien nos proponemos hablarles, don Juan Antonio Segrestáa, es uno de ellos. Vivió para la ciudad y por los demás, como así lo testimonian sus innumerables actuaciones públicas y ejecutorias personales; tan cierto lo anterior, que es este desempeño público el que arroja mayores datos sobre su figura, pues su vida privada continúa siendo casi desconocida.
Por gentil postulación que hicieran los académicos Asdrúbal González, Miguel Flores Sédek y Enrique Mandry para que el suscrito ocupara el sillón “B” de este importante cónclave, así como por la receptividad de los Académicos quienes se manifestaron a favor, nos encontramos hoy aquí. Gran responsabilidad y al mismo tiempo honor, pues nos toca ocupar el mismo sillón que quedara vacante luego de la súbita desaparición del Dr. Marco Tulio Mérida, científico e historiador de importante obra y múltiples iniciativas, compartiendo así con un grupo de historiadores carabobeños, cuyo trabajo siempre nos ha servido de guía.
A esta casa llegamos por proposición de nuestro recordado y eterno Cronista don Miguel Elías Dao, de la mano de un intelectual amigo el Dr. Carlos Cruz, y sus puertas nos fueron abiertas sin reservas por don Luis Cubillán Fonseca. En esta casa siempre encontramos el oportuno consejo, y de ella tenemos el recuerdo de amenas conversas con inolvidables personajes hoy ausentes, y entre quienes resultan de obligada mención don Fabián de Jesús Díaz, el Prof. Rafael López Risso y don Eduardo Arroyo Álvarez.
Decíamos que Juan Antonio Segrestáa es un prohombre de extraordinaria valía, y hoy nos proponemos presentarles en apretada síntesis algunos rasgos biográficos, al tiempo que algunas reflexiones sobre el sentido de su vida, producto de una investigación todavía en curso. ¿Acaso la investigación histórica termina alguna vez?
Nuestro interés por el personaje nos viene desde que leyéramos la bien documentada obra de Alí Brett Martínez sobre el periodismo y las imprentas del puerto (1973), en el que el periodista falconiano intenta la primera aproximación biográfica sobre Segrestáa, de quien dice era francés y procedía de Puerto Rico al momento de su llegada a estas tierras. Sin embargo, debemos a nuestro hermano Orlando —lamentablemente hoy ausente— la casi obsesión que nos invadió por el personaje, tras las muchas conversaciones y discusiones sobre su papel en el acontecer cultural de la ciudad, cuya monumental hechura perdura hasta nuestros días, materializada en el hermoso teatro que engalana a la urbe marinera.
La oralidad jugó un papel determinante en lo concerniente al origen de Juan Antonio Segrestáa. La especie según la cual aquél habría nacido en Francia y llegado a Puerto Cabello a mediados del siglo XIX, corrió en la ciudad por décadas; esta idea fue tempranamente sostenida por el escritor carabobeño don Carlos Brandt, primer Cronista Oficial de Puerto Cabello, quien tuvo la oportunidad de conocer al notable impresor. Otro de los que así lo sostuvo, en las páginas de la revista Punta Brava fue don Ramón Díaz Sánchez, y a partir de entonces absolutamente todos los que se han referido a Segrestáa le atribuyeron la nacionalidad francesa. De allí que no es de extrañar lo afirmado por Brett Martínez, a pesar de lo acucioso de su trabajo.
Dos hechos, sin embargo, siempre nos llamaron la atención en el marco de la investigación que apenas iniciábamos, producto de la temprana lectura de El Vigilante, uno de los periódicos más importantes dirigidos por Segrestáa. Primeramente, nuestro personaje había ocupado la presidencia del Concejo Municipal local el año 1860; siendo que algunos fijaban su supuesta llegada a la ciudad hacia 1859, no tenía mucho sentido que un extranjero ocupara tan importante cargo público, mucho menos aquel año. En segundo lugar, la lectura de una crónica, aparecida en la edición del 16 de julio de 1862, que contradecía su condición francesa: “En Pto. Cabello —escribe Juan Antonio— necesitamos un templo, un muelle, un matadero, un teatro y otras obras importantes a que se hace acreedor por ser el segundo puerto de la República y por su importancia en la provincia de Carabobo. Siempre que hemos hablado de localidad, siempre que hemos hablado en nuestra crónica de mejoras ha sido impulsado por el amor que tenemos al pueblo que nos vio nacer…”.
Se trata del único texto en el que Segrestáa hace alusión directa a su lugar de nacimiento, pero aquello no resultaba suficiente, debíamos localizar el documento que así lo confirmara. La búsqueda efectuada en los libros pertenecientes a la Parroquia San José de Puerto Cabello, entonces conservados en el Archivo de la Arquidiócesis de Valencia, nos permitió localizar el acta de matrimonio de Juan Antonio Segrestáa y María Magdalena Salom, hija del prócer porteño, ceremonia celebrada el 15 de febrero de 1858. Lo interesante de esta acta, es que a través de ella pudimos conocer los nombres de sus progenitores: Juan Antonio Segrestáa y Emilia Claverie. Este documento, desafortunadamente, no ayudaba a despejar las dudas en torno a su lugar de nacimiento.
Más tarde, leídos y releídos los asientos contenidos en los libros de bautismo de la parroquia porteña, localizamos el documento que puso fin a nuestra búsqueda: ¡La Fé de Bautismo de un párvulo quien llevaría por nombre Juan Antonio, nacido el 6 de marzo de 1830, y cuya madre era Emilia Claverie, natural de Francia!
La incógnita estaba despejada: Juan Antonio Segrestáa Claverie había nacido en Puerto Cabello. Aunque su presentación ante la iglesia por parte de su madre y, en especial, la omisión del nombre de su padre en la fe de bautismo, sugieren algún tipo de conflicto, apuntando quizás a su condición de hijo natural, más tarde Juan Antonio adoptará el apellido de su progenitor.
Nada se conoce de sus andanzas hasta 1854 cuando aparece como traductor del libro Los Misterios del Pueblo, de Eugenio Sue, que viera luz en la imprenta de Rafael Rojas. Se tratan de veinticuatro años vitales para comprender dónde y cómo nuestro personaje adquirió el dominio del francés y el inglés, el extraordinario manejo del castellano y una vasta cultura que rebasan el simple autodidactismo.
Estamos convencidos que en esta etapa el joven Segrestáa sería enviado a Europa, quizás a Burdeos, para completar sus estudios, lo que explicaría una hermosa tarjeta de presentación que años atrás nos obsequiara el Sr. Manuel Picher, en la que nuestro personaje se identifica como Licencié es Lettres. Sería durante esta estancia europea, además, cuando se inicia en la masonería teniendo luego activa participación en la logia local.
De vuelta a la ciudad a la par de sus actividades literarias, trabaja como dependiente de la casa de comercio de José Ma Castillo Eraso, y en 1859 se independiza ofreciendo “sus servicios á los señores comerciantes de esta plaza en todo lo concerniente al ramo del comercio”. Es esta la época en que se estrena en el oficio del periodismo fundando su primer periódico El Vigilante, que se imprime inicialmente en la Imprenta del Comercio, propiedad de Epifanio Sánchez, establecimiento que más tarde termina adquiriendo. Los acontecimientos del momento parecen despertar en Juan Antonio el animal político que muchos llevan por dentro, de allí que las páginas de su periódico sin reserva de ningún tipo respalden la candidatura de Manuel Felipe de Tovar a la Presidencia de la República, y su propio nombre sea propuesto para representar a la localidad en la diputación regional.
No es casualidad, entonces, que lo encontremos en 1860 ocupando la presidencia del Concejo Municipal. Durante su ejercicio de gobierno la ciudad experimentó muchas mejoras, su mandato municipal ha sido de los más beneficiosos y comparable a los de Federico Carlos Escarrá y Manuel María Ponte también durante el siglo XIX. Es así como se procede a la reparación de los edificios públicos, a introducir mejoras en el suministro de agua para la ciudad y se comienzan las gestiones para la construcción del Templo Nuevo, hoy nuestra Catedral.
Los asuntos que la municipalidad debía atender resultaban tan numerosos que el mismo Segrestáa, en un gesto que lo enaltece, propone que el cuerpo municipal se reúna extraordinariamente todas las noches, a excepción de los días feriados, para conocer de los asuntos pendientes y darle pronta solución.
También durante este tiempo redacta, junto a Ramón Fuentes, el Proyecto de Ordenanza de Instrucción Pública y es designado por el Gobernador de la Provincia agente recaudador en la ciudad porteña del impuesto sobre la renta de los industriales. Positiva debió ser su actuación al frente del Concejo porque cuando en julio de 1860, al sufrir quebrantos en su salud, éste renuncia a la misma, dicho cuerpo municipal no acepta tal renuncia y, por el contrario, se le concede una licencia temporal para su restablecimiento.
Pero, sin lugar a dudas, su mayor preocupación fue el progreso cultural de la ciudad y por ello se convirtió en el principal promotor de la construcción del teatro. Desde las páginas de El Vigilante no se cansaba de emplazar, tanto a los ciudadanos como a la Municipalidad, para su culminación. Le apasionaba el teatro, de hecho era asiduo crítico del arte de Talía, como lo demuestran las numerosas crónicas aparecidas en sus periódicos.
Hombre emprendedor y de variadas iniciativas —Orden y Progreso era el lema de su periódico— en una oportunidad expresó: “...Toda empresa, toda obra que redunde en beneficio público, que tienda a hacer progresar este pueblo debe acogerse con entusiasmo, y continuarse con perseverancia hasta su fin, sin detenerse en los obstáculos que para ello se presentan. En línea de progreso materiales no debe oírse más que una voz, la de: adelante...”.
Cónsul de Chile en Puerto Cabello desde 1868. Ocupó también el cargo de Concejal en varias oportunidades y Diputado a la Honorable Diputación Provincial.
A la par de sus funciones públicas mantenía un establecimiento que bajo el nombre de “IMPRENTA Y LIBRERÍA DE J. A. SEGRESTAA” dejaría honda huella en los anales de la bibliografía patria. En cuanto a su labor como impresor, innumerables resultan las obras que en su taller viéronse impresas, tales como: Los Miserables, de Víctor Hugo; El Beso de Judas, de Luis M. de Lassa; el Diccionario del Estado Lara, de Telasco A. Mac-Pherson; los Almanaques, de Rojas Hermanos, entre muchas otras. Uno de los títulos más importantes impreso por Segrestáa, lo constituye Las Mentiras Convencionales del escritor alemán Max Nordau cuya traducción le correspondió a Miguel Picher y la revisión del texto a Fernando Olavarría Maytín, quienes laboraban en la misma imprenta. La importancia de dicho texto radica en que al parecer las primeras traducciones al español de ellas se hicieron en Puerto Cabello antes que en España, según el testimonio de don Carlos Brandt.
Sobre la calidad de sus impresos, que podemos apreciar hoy y que fue reconocida por sus contemporáneos, escribió Adolfo Ernst en 1884: “...La imprenta del señor Segrestáa en Puerto Cabello es una de las mejores de la República: tiene prensas mecánicas y está surtida de tipos de formas elegantes. Las muestras de impresiones que había enviado á la Exposición, eran muy hermosas y hacen honor al establecimiento y á su director...”. La Exposición a que hace referencia el sabio Ernst es la Exposición Nacional de Venezuela, celebrada en 1883 con motivo del centenario del natalicio del Libertador Simón Bolívar, y en la que Juan Antonio Segrestáa, en representación de Puerto Cabello, se hizo acreedor de una medalla de bronce por sus materiales de imprenta, y una de plata por sus trabajos tipográficos, compitiendo en este renglón con Herrera Irigoyen y Cía., propietario del célebre establecimiento El Cojo.
En cuanto a su labor como traductor vertió al castellano: Los Mohicanos de París, de Alejandro Dumás; Historia Filosófica de la Frac-Masonería, de Kauffmann y Cherpin; Los Tiradores en Méjico, de M. Reid; Los Misterios del Pueblo, de Eugenio Sue; por sólo citar algunas.
Como editor Segrestáa demostró estar a la vanguardia, embarcándose en proyectos editoriales de gran calidad y conforme a planes cuidadosamente elaborados, descritos al detalle en las Condiciones que anunciaba al público en búsqueda de suscriptores. Algunas de estas obras fueron publicadas en entregas parciales o por fascículos, susceptibles de agruparse en un tomo cuya tapa, portada e índice eran proporcionadas por la misma librería a los suscriptores, algunas veces de manera gratuita. Bajo este mecanismo, por ejemplo, se editaron Los Mohicanos de París y un hermoso libro titulado Joyas del Teatro.
Como periodista es quizá donde más descollante fue su labor; ya que de su taller salieron numerosos periódicos, entre los que merecen particular mención El Vigilante, de corte antifederal y que circuló entre 1859 y 1863. El Diario Comercial, uno de los de más larga circulación en los anales del periodismo local. La Prensa Libre el cual jugó un papel importante en la construcción del teatro local, durante la década de los setenta y El Iris, considerada por el historiador Luis Alfredo Colomine como la primera revista literaria de Carabobo. Todos estos órganos de prensa servían de tribuna a las más variadas corrientes políticas, por antagónicas que fueren, incluían importantes secciones literarias y de noticias internacionales poco frecuentes en los periódicos de la época.
Ejerció el periodismo apegado a estrictos principios éticos; así con ocasión de la circulación en 1877 de una hoja suelta contra Guzmán Blanco, supuestamente salida de su imprenta, Segrestáa enfáticamente niega que aquélla hubiese sido impresa en sus talleres, señalando que jamás había salido de su oficina ninguna hoja volante ni periódico sin la firma del establecimiento, ni jamás había publicado ningún escrito sin la firma responsable o del autor, sin que quedara en la imprenta a disposición del agraviado o perjudicado.
El establecimiento de Segrestáa poseía una gran variedad de libros dispuestos para su venta, libros que abarcaban ramas tan disímiles como literatura, ciencias, artes, industria y comercio. Una librería muy bien surtida, en especial para su época, capaz de ofrecer al curioso 200 títulos en idioma castellano y un buen número en francés. Allí podía obtenerse igual un libro como la Astronomía de Aragó, que las Obras de Zorrilla o Santa Teresa; una novela como La Dama de las Camelias de Dumás el joven o bien las Obras de Hugo, Lamartine, Sand, Segur o Balzac en su idioma original. También agregó a su imprenta una sección de encuadernación y estaba en la posibilidad de hacer impresiones de piezas musicales.
Es por todas estas facetas que Ramón J. Velásquez ha unido el nombre de Segrestáa al de Espinal, Herrera Irigoyen y Guruceaga, señalando que estos “constituyen cifras fundamentales en la historia de la bibliografía venezolana”.
Conocía la historia nacional y la regional con extraordinaria precisión, razón por la cual cuando acusan a Antonio Paredes de vender el célebre cañón de Pavía, supuestamente conservado en el Castillo de San Felipe, la Comisión designada por el Ejecutivo Nacional para investigar al asunto solicita colaboración a “personas notables por su competencia en historia patria”, y junto a los nombres de Arístides Rojas, Manuel Landaeta Rosales, Aníbal Dominici y Julián Viso encontramos el de Juan Antonio Segrestáa.
Sería ilógico pensar que el nombre de nuestro biografiado, refinado impresor y destacado periodista, no apareciese en esa gran revista literaria que fue El Cojo Ilustrado. Aun cuando no fue colaborador habitual de aquella, en la Edición de Gala con motivo de su quinto aniversario (1º de enero de 1896), sus propietarios decidieron solicitar la colaboración, y más que ello el autógrafo, de una serie de venezolanos cuya reputación había hecho conocer la prensa de la república. Por supuesto, allí estaba nuestro impresor, quien escribiría: “Bufón ha dicho que el hombre es el animal más feo de la creación. Físicamente considerada, esta opinión del célebre naturalista sería discutible: abundan para ello serias razones en pro y en contra; pero moralmente, ha planteado, al expresarlo, un axioma: esto es, ha dicho una verdad tan evidente que no necesita demostración”.
Durante la última década del siglo XIX dedicó todo su empeño al avance de las obras del Templo Nuevo, desempeñándose como Administrador ad-honorem del Teatro, próximo a concluirse sus trabajos. Su actividad en este sentido fue incansable y con excepción de los períodos en los que viajaba a Europa, siempre permaneció en la ciudad. En 1899 es nombrado Cónsul de Francia, cargo que desempeñó hasta el momento de su muerte.
En 1897 el Dr. Tomás Tirado, mediante una correspondencia dirigida a la Municipalidad, escribe: “...El pueblo de Puerto Cabello se propone ejercer un acto de estricta justicia colocando, en puesto de honor, en el Teatro Municipal el retrato del progresista Juan Antonio Segrestáa, a quien debe gratitud por sus valiosos servicios en obras de ornato y progreso realizadas á esfuerzo de su ejemplar perseverancia...”. El Concejo Municipal contribuiría con 200 bolívares para aquel retrato, realizado por Antonio Herrera Toro, que hoy puede ser apreciado en el Foyer del Teatro: de cierta estatura, barba poblada, dedos largos en sus arrugadas manos, mirada muy fija como al infinito y un aspecto de serenidad, o más bien de sobriedad, es el Segrestáa que nos presenta el pintor valenciano, hermosa y única imagen que conocemos del personaje.
De su vida privada es muy poco lo que sabemos, aunque comienzan a surgir interesantes elementos. De su matrimonio con María Magdalena Salom, nacerían Emilia, Juan Antonio Bartolomé Eliodoro del Carmen y Sofía Eloisa Benita del Carmen, además de un hijo que murió en 1861. En 1866 Juan Antonio sufre un duro golpe al producirse la muerte de su tía y madre adoptiva Sofie E. Claverie. Al parecer en 1875 muere María Magdalena, lo que explicaría que Segrestáa ahora viudo, y aquejado por problemas de salud, viajara en 1877 a Europa en compañía de sus hijos, quienes permanecerían allí desde entonces. ¿Se sentiría incapaz nuestro personaje de asumir la educación de sus hijos? ¿Temería por la suerte de ellos en una Venezuela que vivía de revolución en revolución? ¿A dónde y bajo el cuidado de quién envió a los niños? Son algunas de las interrogantes en espera de respuestas.
La búsqueda que afanosamente adelantamos a principios de los noventa en la Biblioteca Nacional de París y en la Biblioteca de Burdeos, siempre con el ánimo de conseguir nuevas pistas sobre el paradero de sus descendientes y dar respuestas a nuestras muchas interrogantes, resultaron infructuosas. Sin embargo, cuando pensamos era nada la información que podríamos hallar, localizamos de manera por demás fortuita (1998) a través del Internet a Jean-Nöel Segrestaa, este último descendiente directo de Juan Antonio Bartolomé Eliodoro del Carmen Segrestáa, quien nos ha suministrado valiosa información sobre el paradero de los pequeños enviados a Europa en mil ochocientos setenta y siete. Hemos conocido, por ejemplo, que la vena literaria fue heredada por Jean Segrestaa —como firmaba sus trabajos Juan Antonio Bartolomé Eliodoro del Carmen— pues también se dedicó a las letras y la enseñanza, publicando en 1909 un poemario bajo el título de L´Amphore.
Juan Antonio Segrestáa muere el 31 de diciembre de 1902, en medio de la gran conmoción nacional y local causada por el bloqueo que los buques de Alemania, Inglaterra e Italia hacían a nuestras costas, lo que no fue óbice para que los porteños le dedicaran justo reconocimiento como hombre de sobresalientes méritos y virtudes, que le granjearon el respeto de la ciudad que le vio nacer.
***
Hemos titulado nuestro trabajo Juan Antonio Segrestáa o una pasión por la ciudad, por lo que debemos necesariamente reflexionar sobre el personaje y la atracción que siempre sintió por su terruño.
Sobre su empeño de dotar a la ciudad de las corrientes vanguardistas de la cultura europea, hablan los numerosos libros salidos de su taller; sobre su decidida vocación de periodista y, muy especialmente, su cabal entendimiento del papel imparcial que el comunicador social debe jugar, hablan los muchísimos periódicos que vieron luz bajo sus exquisitos tipos, aunque acierta el historiador Asdrúbal González cuando nos refiere en su obra Noticias de la Guerra Larga —sin duda uno de los mejores libros del autor— que Segrestáa usando la pluma como espada, a veces se dejó llevar abiertamente por un sentimiento antifederalista.
Pero sobre la pasión que Segrestáa mostró por Puerto Cabello, hablan muy especialmente sus numerosas crónicas y actuaciones públicas. Algunas de estas crónicas, bien valen la pena ser conocidas.
Así, con motivo de la renuncia del Mayordomo de la Santa Iglesia Parroquial en 1861, Segrestáa se dirige a sus lectores, en los siguientes términos: “...Ya antes lo hemos dicho: en este puerto puede hacerse cuanto se quiera en objetos de utilidad u ornato público; los habitantes, tanto nacionales como extranjeros prestan gustosos su cooperación a toda empresa que tienda a mejorar o embellecer el pueblo donde residen, solo falta un hombre entusiasta que no se detenga por la negativa de algunos, que no se arredre por los inconvenientes que se le opongan, que no se espante por la magnitud de la obra...”. Y al no concurrir el pueblo para la elección del nuevo Mayordomo de Fábrica de la Iglesia parroquial, indignado nuestro personaje escribe: “...Y luego nos quejaremos de que el Templo está en ruinas, de que no hay quien administre las rentas! Y cuando el señor Cura cansado de tanta indiferencia y apatía, se vaya de aquí, porque él solo no puede hacerlo todo, habrá gritos y clamores, ocurrirán representaciones al Concejo y á las autoridades superiores eclesiásticas para que manden curas nuevos, y se hablará de falta de religión etc., etc., y no pueden concurrir siquiera diez vecinos a la Iglesia para nombrar á los que deban administrarla! Esto puede servir como muestra del espíritu público en Puerto Cabello...”.
En otra oportunidad, en claro mensaje de aliento a sus coterráneos, escribió: “Los que conservan palpitante el amor a Pto. Cabello, los que desean su engrandecimiento y felicidad, estos están dispuestos en todo momento a emprender y trabajar… () … La época de iniciar, la época de obrar ha llegado; y sin embargo no nos movemos: todo está paralizado. La falta de iniciativa nos paraliza en la vía de la prosperidad”.
No dejaba Segrestáa de insistir ante los porteños sobre la necesidad de actuar, de practicar lo que él mismo había adoptado como su lema —“Orden y Progreso”— así que esta vez escribe: “Para los pueblos como para los individuos la iniciativa es el signo de vida, del vigor de la conciencia propia: es sobre todo el distintivo del genio y el precursor del acierto. La historia generalmente nos enseña bien claro esta verdad y tenemos que reconocerla en el ejemplo de las primeras naciones del mundo. La iniciativa es el alma de la prosperidad de los pueblos. Hasta ahora nosotros hemos marchado con vacilación, con temor, en nuestras vidas de adelanto, dejando de practicar mejoras que nos hubieran llevado muy adelante en el camino del progreso. Algunos han opinado que esta conducta es prudente y que ella nos ha librado de desaciertos y de las dificultades y angustias que estos traen consigo. Pero esto no es prudencia, sino cobardía del que siempre se ha ceñido a la rutina, del que ha desconfiado de sus propios cálculos y ha dejado de explotar sus elementos de riqueza esperando que le venga la luz de otra parte, que otro tome la iniciativa”.
Pero no era sólo un tema de progreso material para la ciudad, por el que abogaba Juan Antonio Segrestáa. La aventura intelectual que junto a Simón Calcaño emprende con la publicación de El Iris, adelantada en medio de la contienda federal, tenía como objeto en palabras de los editores “hacer conocer en el extranjero las buenas producciones de los ingenios venezolanos, y detener en su rápido descenso nuestra afición a la literatura que amenaza hundirse para siempre en el mar de sangre que ha anegado la república y donde tanto noble sentimiento ha naufragado”. Así los nuestros tuvieron acceso a los trabajos de Espinoza, Zorrilla, Gómez de Avellaneda, Bretón de los Herreros y autores nacionales como Bello, Baralt y Julio Calcaño, sin que nuestro personaje percibiera un centavo por ello.
Un año más tarde, edita La Abeja Literaria, colección de novelas escogidas en la que “se publicarían obras que no sean conocidas en la América del Sur”, comenzando con la obra Así Sea de Alejandro Dumás y Los Cazadores de Cabelleras del Cap. Mayne Reid. Segrestáa está convencido del contenido moralizante de estas grandes obras, y no vacila en llevarla a los lectores, al igual que lo hizo con las muchas piezas de teatro, dramas y comedias que al tiempo que entretener, encierran mensajes sobre los vicios y virtudes que aquejan y exaltan la condición humana. Está persuadido nuestro personaje de que la lectura no tiene distingo de clases, al punto de que en el Gremio de Artesanos local, en el que existía una escuela pública, promueve la formación de una biblioteca que llega a tener mil trescientos volúmenes.
Pareciese que Segrestáa contradice a Ramón de Basterra quien nos habló de los Navíos de la Ilustración, al referirse a la llegada de la Guipuzcoana a nuestro país. Es ahora este criollo ilustrado el que envía sus libros de hermosa y delicada factura en los muchos navíos que zarpaban de nuestros muelles a otras latitudes, pagando así con creces el proceso de consolidación urbana que décadas atrás fuera iniciado por los vascos en el puerto de Cabello.
Y dijimos que este singular personaje no sólo vivió para la ciudad, sino también por los demás, como lo testimonian algunas ejecutorias de obligada referencia, como lo fueron sus desvelos para lograr la liberación de los presos de bando y bando durante los combates de la Guerra Federal, o la donación que a solicitud de don Arístides Rojas hizo de cuatrocientos ochenta folletos que con el título de El Rayo Azul, cuya autoría correspondía al sabio Rojas, imprime sin costo alguno, para que el producto de su venta fuera destinado a la atención de los heridos del combate de Puerto Cabello, entre las fuerzas del gobierno del Mariscal Falcón y las de Monagas en 1868, o sus muchos aportes a los Bazares de Caridad que año tras año se organizaban a través de la Sociedad de Beneficencia.
Por ello no vacilamos en ver en Segrestáa a un Paladín de la Porteñidad, manifestado en ese extraordinario sentido de pertenencia que nuestro biografiado sintió por la urbe marinera, cuyos vientos de sal acariciaron por vez primera su blanca tez.
Viajó una y otra vez al extranjero en busca de curas para su frágil salud, y siempre regresó al puerto, con los mismos ánimos con los que irrumpió en la escena pública en 1859, en todo momento guiado por la oportuna iniciativa, y una férrea voluntad de hacer y de actuar. Un hombre de sus condiciones intelectuales y capacidad de trabajo bien pudo haber escogido quedarse en Europa junto a los suyos, disfrutando de las comodidades del viejo continente, y aún así prefirió regresar, trabajando incansablemente hasta avanzada edad.
Por eso Segrestáa encarna las cosas buenas de nuestro puerto, las mismas que deben ser redimidas para reconstruir ese sentimiento de Porteñidad, que hoy algunos meritoriamente tratan de rescatar. Su recuerdo, al igual que el de muchos otros notables personajes de brillante trayectoria, debería contribuir a elevar la autoestima de los porteños.
Periodista, impresor, editor, traductor pero por encima de todo hombre bueno, Segrestáa a través de sus ejecutorias es digno ejemplo de un porteño que tiene aspiraciones materiales y espirituales, que está convencido de que el progreso requiere de orden, convencido de que esas aspiraciones están al alcance de cualquier ciudad, incluso la nuestra. Recordemos, una vez más, sus palabras: “La iniciativa es el alma de la prosperidad de los pueblos”.
Ciertamente estamos ante la presencia de uno de los porteños más ilustres que haya dado Carabobo, y de uno de los venezolanos más comprometidos con su condición de ciudadano.
¡Sí señor! De cuando en cuando la historia nos sorprende con hombres que no viven para sí; sólo que Vargas Vila parece que tuvo razón cuando escribió: “El olvido, es lo único real; tú serás olvidado porque fuiste bueno…”.
MUCHAS GRACIAS…
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