Arístides Rojas, Titán civil del siglo XIX
RAFAEL ARRÁIZ LUCCA
eL nACIONAL PAPEL LITERARIO 25 DE OCTUBRE 2015 - 12:01 AM
Por más que muchos venezolanos de buena voluntad se hayan empeñado en destacar la obra de los próceres civiles de la patria, desgraciadamente lo que prevalece en el alma colectiva es la gesta de los guerreros. Incluso, del propio Bolívar se destacan con más frecuencia sus virtudes militares que las republicanas. Siempre será poco lo que podamos señalar de nuestros hombres de ciencia, de nuestros intelectuales del siglo pasado, una centuria que parece haberse ido en una sola refriega de caudillos militares, pero que, en verdad, también fue un siglo de luces civiles nada despreciables. Bastan los apellidos Bello, Toro, González, Ramos, Blanco y, también, el muy destacado de Rojas.
Arístides Belisario Rojas Espaillat nació en Caracas en 1826 y, como muchos de sus compatriotas, es venezolano de primera generación. Sus padres vinieron de su Santo Domingo natal a establecerse, a partir de 1821, al pie del Avila, José María de Rojas y Dolores Espaillat se hacían llamar, y no tardaron mucho en ver las puertas del país abiertas para sus sueños. Entre las muchas empresas que capitaneó el viejo Rojas, la del “Almacén Rojas”, fundada en 1838, fue la de mayor notoriedad. Allí creció Arístides: muy cerca de la magia de la publicación y de la cháchara de los visitantes ilustres que acudían al almacén en busca de pertrechos.
A los 18 años comienza Rojas sus estudios de Filosofía, pero luego los abandona para abrazar la enseñanza de la Medicina, que impartía en Caracas el doctor José María Vargas. En 1852, a la edad de 26 años, obtiene el título de médico y se va a Betijoque y Escuque a cumplir con la debida pasantía rural. Tres años después regresa a la capital a enterrar a su padre y a su hermano. La infaltable ha tocado la puerta de su casa. En 1857 lo encontramos haciendo maletas para embarcarse con rumbo a los Estados Unidos; luego lo recibe Francia y, finalmente, Puerto Rico. Siete largos años emplea Rojas en hacerse un médico de mayor experticia. Regresa en 1863 a vivir con su madre y a darle salida a sus primeros trabajos de divulgación científica, acogidos por la prensa de entonces. También pertenece a los años del regreso la instauración del famoso desván, que con tanta maestría pintara Arturo Michelena. Allí, en el alto de la casa paterna, Rojas va a escribir su vastísima obra.
El enamorado creador tardío
Cuenta 43 años cuando el amor sonríe desde un nombre: Emilia Ugarte, la nueva dueña y señora del imperio del desván. Arde Rojas en la expresión del amor menos comedido, pero quiere el destino que su mujer muera al dar a luz una hija que también se la lleva Dios. Desde entonces y hasta su muerte, nuestro admiradísimo cronista se entrega al llamado de una sola pasión: la investigación y la escritura.
Se traza un plan ambicioso para sus próximos 30 años, y comienza a cumplirlo con la rigurosidad de los elegidos. Su primer libro es publicado en 1876, cuando Rojas es un hombre que frisa los cincuenta. Un libro en prosa, Miscelánea de literatura, ciencia e historia se titula, y alcanza casi seiscientas páginas. Lo antecede un prólogo de José Antonio Calcaño, escrito en la residencia temporal del poeta en Liverpool. En este libro primero, Rojas no comete los pecados en que suelen incurrir los primerizos: el volumen no es otra cosa que una selección de su inmensa producción hemerográfica. La labor antológica es suya, y gracias a ella puede advertirse la variedad de los afanes que llamaron a Rojas. Estampas costumbristas, pasajes naturalistas impregnados del olor de la sustancia poética, historia patria salpicada de graciosas anécdotas. Afirma uno de sus biógrafos, Arturo Uslar Pietri, que con la publicación de este libro queda saldada la pulsión poética del científico: “En esa obra culmina su entusiasmo de poeta de la ciencia y queda en los comienzos del camino que lo va a llevar más tarde a cultivar, cada vez con mayor dedicación, la leyenda histórica y la sabiduría popular”.
Tres años después de publicado el primer libro muere la persona a quien está dedicada la obra: su madre. Para un hombre acosado por la muerte de sus seres queridos, este nuevo deceso lo golpea acremente. La muerte de la madre viene a significar para don Arístides el comienzo de su etapa más productiva, y el fin de sus años de siembra. En 1878 da a la luz pública su segunda obra: Estudios indígenas. Contribución a la historia antigua de Venezuela. Sus desvelos por desentrañar el alma de la venezolanidad lo han conducido hacia los estudios indígenas, así como a la investigación de las raíces de nuestras oleadas migratorias. En 1874, culmina el estudio El elemento vasco en la historia de Venezuela. Durante estos tiempos prepara, todos los años, el Almanaque para todos que edita la empresa de los hermanos Rojas.
Su devoción por la divulgación del conocimiento científico encuentra cauce en la amistad con el maestro Adolfo Ernst; desde 1867 forma parte de la junta directiva que funda la Sociedad de Ciencias Físicas y Naturales. Sin embargo, Rojas no llega a compartir totalmente las visiones darwinistas de la sociedad que animan a Ernst: en Rojas prevalece un fervor cristiano que le impide abrazar teorías exclusivamente positivistas o científicas. Hacia los años finales de su vida, en verdad, don Arístides fue inclinándose hacia los temas históricos, especialmente hacia el trabajo con las leyendas populares. Encontraba a la sombra de estos árboles una más cabal expresión para su vena de escritor.
Los años finales
Al regresar al río vital de Rojas nos acercamos a sus años finales. Siente que se le viene encima el corte, y palpita en sus desvelos el hecho de no haber concluido la obra. Apura el paso. Deja de lado los reconocimientos de la vejez, en aras de no perder ni un segundo de sus días de trabajo. La Academia Nacional de la Historia, recién fundada, piensa en el nombre de Rojas como uno de los primeros en sumarse al cuerpo colegiado, y así se lo ofrecen. El cronista declina en favor de otros que, según él, lo merezcan con mayor justicia. En el fondo, Rojas se niega a perder el tiempo apoyando los codos en las largas mesas de la tertulia académica, no porque sea desdeñable, de hecho no lo es, sino porque la urgencia de su obra por terminar es mayor que la de los reconocimientos y los méritos. Entonces afirma con legitimidad: “Nos place ser humildes”.
El desván se ha llenado de cachorros. La pasión del coleccionista que habita en Rojas no cedido ni un segundo. La situación económica del maestro es comprometida y, a la vez, la empresa que se ha trazado espera de su tiempo y sus fuerzas. El gobierno que preside Raimundo Andueza Palacios no contrata para que termine de organizar sus obras. El primer tomo aparece en 1891, e medio del mayor entusiasmo de Rojas que ve posibilidades de coronar sus ingentes esfuerzos. Pero la providencia dispone otra cosa, y en 1892 regresa el caudillismo de manos de Joaquín Crespo, y las esperanzas de don Arístides se desvanecen. Los libros de Rojas por publicar quedan suspendidos en la polvareda de la guerra civil. Triste, aún le quedan fuerzas para continuar publicando sus investigaciones históricas en los periódicos de la época.
La muerte le toca la puerta el 4 de marzo de 1894, cuando alcanza la muy respetable cifra de sesenta y siete años de edad. Con el paso del tiempo, si bien sus trabajos de divulgación científica han ido lógicamente perdiendo validez, no así las crónicas y las leyendas históricas que tan sabrosamente adelantó. Entre ellas, como hemos dicho antes, brillan sus crónicas de Caracas. Estos son documentos indispensables para comprender el desarrollo anímico y cultural de la ciudad en que vivimos. Hasta el momento de su muerte parece recogido por una de sus crónicas: habría detallado el trance en que el cuerpo inerme de sí mismo reposaba en un féretro en el desván. El mismo sitio donde su madre consoló sus años de calamidad y de lucha.
Crónica de Caracas
En el prólogo de Manuel Bermúdez que antecede el título Crónicas y leyendas, publicado por Monte Ávila Editores en 1976, se ofrecen noticias sobre el origen de Crónica de Caracas. Precisa el excelente prologuista que Enrique Bernardo Núñez tuvo el encargo, en 1946, por parte del Ministerio de Educación la Biblioteca Popular Venezolana, de hacer la selección de los textos caraqueños de Rojas para formar el pequeño volumen, además de redactar la brevísima introducción. De modo que, la escogencia de lo que conocemos hoy como Crónica de Caracas, muy divulgado por lo demás, no fue obra de Rojas. Seguramente Núñez tuvo que sujetarse a prescripciones de espacio, de lo contrario no se entiende que haya dejado crónicas principales de lado. Ello puede comprobarse al leer las crónicas caraqueñas que recoge Bermúdez en su selección de 1976 (Crónicas y leyendas) que no pudo escoger Núñez. Con esto no pretendo otra cosa que señalar que convendría hacer una nueva edición de Crónica de Caracas que incluyera un mayor número de textos caraqueños de Rojas. Si las razones de espacio se impusieron en 1946, no tendrían porque imponerse hoy en día, cuando es un hecho incontestable que las crónicas de Rojas son valiosísimas. Mientras esto ocurre, si es que llega a ocurrir, nos referiremos a la Crónica de Caracas que preparó Enrique Bernardo Núñez.
Así como la chispa poética no abandona al cronista, tampoco lo hace su sana afición por los números y las estadísticas. Enumera con precisión la cantidad de templos que se levantan en Caracas, y maneja con exactitud el origen de la devoción que en ellos se ofrece. Abunda en detalles reveladores sobre la conducta de los caraqueños, un buen ejemplo de ello es su observación sobre los entierros: “Pero hay un signo distintivo que ha caracterizado en toda época los entierros de Caracas, y es la conversación, que se anima a proporción que el acompañamiento se acerca al templo de la parroquia. El murmullo de la concurrencia es tal, que una persona situada en el dormitorio más retirado de la calle, puede asegurar, por el ruido que produce la conversación, que un entierro pasa”. Por este camino de la pequeña historia o de la historia de costumbres domésticas, el lector de Rojas va entrando en un universo de noticias reveladoras: “La vida caraqueña la sintetizaban, en pasadas épocas, cuatro verbos que eran conjugados en todos sus tiempos; a saber: comer, dormir, rezar y pasear”. Esta Caracas de costumbres distendidas, en lo que al trabajo se refiere, es la misma que recibe a Humboldt. Si bien al barón lo sorprende la ilustración de algunos buenos burgueses caraqueños, no deja de afligirlo lo que el mismo Rojas comenta: ningún caraqueño quiso acompañarlo en su ascensión al Ávila, a ninguno pudo sacar el alemán impenitente de sus cómodas costumbres.
Saber y sabor del anticuario
Por Jesús Sanoja Hernández
Uno de los más hermosos estudios de Enrique Bernardo Núñez es aquel dedicado al “anticuario del Nuevo Mundo”, 1944, donde reunió artículos publicados en marzo de aquel año, en diario del que fue asiduo colaborador. Citaba Núñez allí la frase de Martí; “Arístides Rojas, con la América a cuestas”, y aunque no fuera América, por lo menos fue Venezuela su carga sentimental e investigativa. Nada, o muy poco, se sabía en sus tiempos acerca del petróleo, pero en alguna parte afirmó que el Orinoco era un “creador de petróleo”. Faltaban muchos años para que se descubriera la Faja Petrolífera del Orinoco, inicialmente llamada “bituminosa”.
La librería y a la vez editorial “Almacén Rojas”, fundada por su padre José María de Rojas, cumplió una labor privilegiada en el resto del siglo y fue punto de tertulia donde concurrieron los primeros entre los de la época. En 1876, en el apogeo guzmancista, Rojas Hermanos editores dio a conocer Un libro en prosa, recopilación miscelánea de 556 páginas. Al acopio de datos y a la variedad de enfoques, el volumen añadía el sabroso estilo que en él era fronterizo entre la tradición y la crónica. Y Crónica de Caracas tituló Enrique Bernardo Núñez una selección de esbozos publicados por Rojas, la mayoría de ellos extraídos de Leyendas históricas de Venezuela, dos volúmenes que habían visto luz en el bienio 1890-1891, pues, como bien advierte Ángel Raúl Villasana, tres de ellos pertenecen a otras publicaciones.
Por ejemplo, “El cuadrilátero histórico”, estampa de lo que fue el centro de la ciudad, su palpitante corazón de antaño, había sido incluido en el Almanaque Rojas de 1875 y reproducido en sus Estudios históricos, compilación ordenada por el gobierno de Gómez, 1926-27, e introducida por José E. Machado, a la sazón director de la Biblioteca Nacional y autor de uno de los primeros censos de seudónimos de Venezuela. Los de Rojas fueron “Bibliófilo”, “Camilo de la Tours", “Provincial” y “E.D. Aubry”.
Para insistir algo en el Almanaque Rojas, que pasó a ser una institución nacional, en él colaboraron escritores e investigadores muy importantes. Treinta años atrás buscaba yo datos acerca de Guayana y tropecé con el correspondiente a 1883, que traía un estudio sobre las minas y ferrocarriles, otro de R.F. Seijas (“El oro del Yuruari: de Caracas a las minas de Guayana”) y un tercero firmado por Olegario Meneses (a cuyo tronco familiar perteneció Guillermo). Esos trabajos me sirvieron, así como el libro de Lucien Morisse que más tarde me tocó prologar, para determinar que las Obras científicas de Codazzi, que aparecían en la Biblioteca Nacional bajo la cota V-2664, no eran en realidad de Codazzi sino una de las tantas falsificaciones, imposturas y trampas literarias de Rafael Bolívar Coronado.
Para Luis Beltrán Guerrero, fue Rojas “profesor sin cátedra y discípulo sin pupitre, iniciador del estudio científico de la historia, creador de los estudios arqueológicos” y tal vez algo más, como anticuario que se encargó de explorar en los caminos largos de la tradición.
La reedición que en 1972 la OCI hizo de Leyendas históricas de Venezuela permitió al lector de hoy el acceso a uno de los más bellos libros misceláneos escritos por venezolano alguno. Entre otros materiales, allí encuentra el buceador de crónicas o el visitador de almacén de antigüedades, esto: “La primera taza de café el Valle en Caracas”, retrato además de una tertulia famosísima; “El primer buque de vapor en las costas de Paria”, por allá en 1818, días del Congreso de Angostura; “Pasquinadas de la Revolución Venezolana”, interesantísimo documento donde la diatriba y el humor de realistas y patriotas afloran en versos anónimos; o “El loro de Atures”, uno de sus tantos apuntes humboldtianos recogidos en la selección de Juan Rohl y Ángel E. Alamo.
Riquísimo en información agradable por el estilo, entre añorante e imaginativo en su exposición, todo Rojas es un banquete para quien busque visitar los rincones de la historia con el propósito de conectarla sin los tormentos de la épica y sin el desafío del erudito.
*Publicado el 3 de enero de 1999
No hay comentarios:
Publicar un comentario