Hay culturas de vergüenza y culturas de culpa. En Venezuela no hay ni vergüenza ni culpa. Nadie se siente abochornado o avergonzado de sus imposturas y dislates. Los más altos dignatarios y representantes de la nación, el presidente de la República, sus ministros, los diputados y aspirantes a dirigir y regular el marco institucional del país, pueden decir la más bochornosa sandez y no pasa nada. La más enervante gansada puede alcanzar los titulares de los medios de comunicación social y lo máximo que suscita es algún chiste o burla en Twitter u otros medios de Internet. La falta de rubor se extendió como epidemia moral en una sociedad permisiva que perdonó todas las lamentables actuaciones de un inmoderado showman cuyo delirio de grandeza lo llevó a trastocar la mediocridad en heroísmo revolucionario. La más deplorable declamación, la más patética actuación, el más agobiante lugar común, en Venezuela se convierten en acto original y glorioso si provienen del poder.
La vergüenza es una emoción fundamental para la regulación de la función pública. En la tradición griega, la reacción natural ante alguien desvergonzado, la consecuencia de los actos que la vergüenza debían haber evitado, era la némesis, un correlato de rabia, horror y desprecio que producía la indignación justiciera. La pérdida de cara, de honor, obligaba al desvergonzado a salir de la palestra pública.
Esta función de la vergüenza es fundamental para el funcionamiento del orden social. No sólo el poder debe controlar al poder. Toda sociedad necesita un conjunto de valores y actitudes internalizadas, una estructura que contenga la desmesura y estipule los tipos de comportamiento que pueden ser admirados y los que deben ser despreciados. Tenemos que volver a pensar como Áyax: “¿Y qué cara pondré al comparecer ante mi padre Telamón? ¿Cómo se resignará a verme aparecer un día no arropado con los galardones con los que él mismo obtuvo una magnífica aureola de gloria? Esa actuación no es tolerable”.
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