Bajo el cielo de Clarines
Narrador y periodista, Alfredo Armas Alfonzo se ocupó también del diseño y la fotografía. Como fotógrafo no fue nunca muy conocido aunque sus imágenes son de una gran calidad poética, y publicó “El diseño gráfico en Venezuela”, libro de consulta obligatoria para los estudiosos del tema del diseño. Pero lo grandioso de su obra está en su narrativa: autor de “Los cielos de la muerte”, “La cresta del cangrejo”, “Tramojo”, “Los lamederos del diablo”, “Como el polvo”, y “La parada de Maimós”, entre otros, en 1969 obtuvo el Premio Nacional de Literatura por su “Osario de Dios”. Libro que andaba a contracorriente con los cánones de la vanguardia de esos años y que había sido rechazado por la editorial Monte Ávila
El camino que conduce a la escritura de Alfredo Armas Alfonzo está lleno de escombros. Osamentas a ras de la tierra quebrada. Oradadas por las huellas de la inclemencia. El sendero de piedra que lleva hasta su hoja blanca está habitado por lamentos, por desvaríos de la memoria, por figuras temblorosas de tanta canícula, de esas invenciones de la luz del mediodía que son ilusiones detrás de los chaparros.
Tiene la misma claridad del patio de la casona de los Armas y del destello filoso de las espadas de los hombres de la Federal, en cuyo ejército comandó el abuelo de bigotes de prócer. Tiene el polvo arenoso que delata el olvido, el paso de los días y la celebración de los adioses. Tiene la rusticidad del cuero seco y la comisura partida de los grandescarajos de lanza y fusil.
Muerte y memoria ocupan cada extremo de la palabra-sendero de Alfredo Armas Alfonzo. Sangre e historia que trazan un círculo donde confluye su galería de personajes, su colección de voces, su inventario de rapsodias. Tiñe de sudor sus matorrales y hace de las trincheras polvorientas el escenario propio de las batallas entre los azules y los amarillos, apenas refrescados por el lento y sinuoso Unare, camino del mar.
El universo se llama Clarines
Allí donde vive la escritura de Armas Alfonzo, hace tiempo que dejó de llamarse Clarines. No tiene el nombre de Conopocón. El mapa borró su grafía y desvaneció el vocablo de Uchire, de la quebrada del Furial, de Barrancones, de Medianía. Nadie escribe ya la palabra Ipire, Tamanaco, Manarito. Son apenas signos topográficos que prestan sus coordenadas para que ocurran las historias de soldados y solteras, generales y matronas, pólvora, y ahorcados. El cielo de oriente no necesita nombrar lugar alguno para ser el camposanto de su Osario de Dios, este imprescindible publicado en 1968 y ganador del Premio Nacional de Literatura 1969, que nos convoca para hacerle justicia a quien visionara que vanguardia era hablar de Ricardo Alfonzo, contar las revelaciones de Lucía Rojas, develar los excesos de Zenón Marapacuto, como le habían enseñado Faulkner, Rulfo, como había aprendido a hacerlo de la mano de Monterroso.
Nadie como Alfredo Armas Alfonzo se empecinó en derrotar las leyes del universalismo aséptico, distanciado, racional, abstracto. Casi por instinto, emprendió la batalla empuñando las más sofisticadas armas de un profundo localismo reconstruido de anónimas historias menores, hecho con los retazos de fábulas plenas del simbolismo más imperecedero, levantado sobre el único espacio que apuntala las raíces de los vivos y los huesos de los muertos: la tierra. Razón tiene Luis Britto García cuando sentencia “...contra la tierra y las tierras de cada uno está desencadenada la última ofensiva de la modernidad. Para mejor cotizarlo como intercambiable mercancía, se quiere al hombre sin arraigo, al hombre sin vínculo, al hombre sin sueños, al hombre sin raíces...al hombre sin tierra” (Revista Trapos y Helechos, San Antonio de los Altos, Miranda, 1997)
La terquedad de Armas Alfonzo era honorífica en plena bullería de las fiestas de lo moderno de los sesenta. A contracorriente, en solitario, desandaba el camino de las vanguardias para apostar, desde su comarca, a lo que serían reflejos expresivos, reconocidos por quienes aún intentan develar, en plena confusión del lenguaje de la globalización, la materia propia de la narrativa de fin de siglo. Nunca teorizó sobre lo que fue su escritura después del Osario de Dios, pero demarcó en esa pieza maestra los verdaderos signos de la fragmentaridad, el inobjetable valor de las voces del “otro”, los auténticos términos del diálogo de la periferia.
La voz del otro
Pocas líneas –en algunos instantes de los 158 relatos del Osario de Dios apenas si suman cuatro, o seis– bastan para encerrar en un perfecto círculo la breve tensión de una anécdota que su piel más visible remeda la épica de que está hecha buena parte de su escritura. Escarbar un poco esa piel –zurcada de crueles encuentro de sangre y odio entre godos y liberales de la refriega zamorista, de los ajados cuentos de las niñas y los locos de aquellos parajes, de las fábulas versionadas de la abuela–, devela las verdades fundacionales de los mitos que alimentan el amor, la muerte, la religión, la guerra, el sexo, la tierra, la locura, la valentía, materia de la cual está hecha la escritura del autor de Clarines.
“Alfredo Armas Alfonso, padre del Minicuento” lo clasifica Domingo Miliani en el prólogo de la edición para Fundación Biblioteca Ayacucho. “Miniaturización expresiva”, agrega. Porque cada texto respira por sí mismo. Cada uno es un cuerpo en sí mismo, con sus propios humores, que encadena a los otros con su propia textualidad, entrama sus nombres propios, sus referencias y anécdotas, hasta romper cualquier tránsito ordenado y preferir el encandilamiento de un caleidoscopio de imágenes en fuga.
Si intercede en el habla imaginaria de la nación del Unare, Armas Alfonzo evita cualquier tentación de traducir el lenguaje de los olvidados. En una suerte de exorcismo, su padre Rafael Armas Chacín habla en él, pero también tiene la voz del hombre de la botica, del enterrador y del soldado de los generales. Hay momentos en que su afán de recolector de memorias lo deja ensimismado frente a las letras nupciales apenas legibles: se regodea en ese castellano vapuleado de los escribientes de entonces que narran compraventas insólitas y contratos inverosímiles. La intimidad que confiesa en cada texto del Osario de Dios lo señalan, más que como testigo presencial, como cómplice de cada historia y como relator inoportuno de esa saga del territorio de su infancia, narrada desde las más variadas perspectivas.
Armas Alfonzo, el memorioso
Demasiada tierra fue Clarines para Alfredo Armas Alfonzo como para dudar de sus héroes y villanos y sospechar de la veracidad de las historias menores que oía de los vecinos y las tías. “Él decía que todo lo que había escrito en el Osario de Dios, y en sus otros libros, que todos los hechos son verídicos y que los personajes existieron... nosotros conocimos a algunos de los que el nombra”, relata su hija Edda. El se erigió en el memorialista de esa pequeña muestra de universo literario y dedicó la vida a recoger los escombros de su devenir histórico.
Recorrer el abigarrado espacio de Lijarazú, la casa que le hiciera a su antojo su amigo Fruto Vivas, en las colinas de Bello monte, fue la más acertada manera de visualizar su perenne obsesión de coleccionismo, de recolección caótica que se intuye en la superficie del Osario de Dios. Cosmovisión disecada que ilumina el detalle más nimio para despertar la más íntima pertenencia al recuerdo.
Como si se lo propusiera expresamente, la memoria que resguarda Armas Alfonzo –y que a ocho años de su muerte sus hijas aún tratan de ordenar– abarca el objeto, la iconografía y el documento. La religiosidad de sus santos coloniales y tallas populares cohabitan con la pluma que algún pájaro dejó caer en la plaza de Clarines, y la piedra tallada por el Unare está allí en el estante con la colección de latas de leche que se trajeron de la despensa (y también la de mantequilla Brunn que la abuela usaba para guardar el arrebor).
El Osario de Dios y Lijarazú comparten su afición por el papel amarillo, por Ricardo Alfonzo (que aparece gallardo y altivo en el comedor, tal y como lo inmortalizara Tovar y Tovar) y la campana de la Iglesia de Clarines, que fue a parar al jardín de la casa cuando alguien que restauraba la torre colonial dijo que “para qué dos campanas”.
Cada objeto, cada imagen, cada hoja que ocupa un espacio en Lijarazú y en el Osario de Dios demuestra, además, la sencillez casi asceta de su abigarrado mundo real y literario, como las maneras austeras de la familia, la ingenuidad de sus afligidos, la oración para los muertos del pueblo y las pocas cosas de “la gente perdida por esos caminos”, sin más identidad que un nombre propio en la escritura de Armas Alfonzo.
La escalera que conduce al estudio donde escribía Alfredo Armas Alfonzo está llena de periódicos viejos, juguetes de hojalata y piedras venidas de no se sabe dónde. Permanece así desde 1990, como su propio camposanto donde reposa la osamenta de su escritura.
De premios y erratas
Cuando Alfredo Armas Alfonzo escribió la última palabra del Osario de Dios sabía que esos 158 textos (¿minicuentos?, ¿poemas en prosa? en la tradición de Ramos Sucre, ¿prosa poética?) iban a dar qué hablar. Tenía la certeza de que significaban una profunda ruptura con su propia escritura (desde Los cielos de la muerte, La cresta del cangrejo, Tramojo, Los lamederos del diablo, Como el polvo y PTC, Pto . Sucre va San Cristóbal), y que andaba a contracorriente con los cánones de la vanguardia de la literatura de los años sesenta. Sabía la distancia que lo separaba de la obra que acababa de entregar a Monte Ávila Editores, La parada de Maimós.
Durante los tres meses de exilio que duró la escritura del manuscrito del Osario de Dios, allá en Lecherías (noventa privilegiados días para ordenar sus bocetos hechos en servilletas), se permitió como nunca antes (ni después, nos relata Aída, su viuda) un tiempo sagrado, en paz, para terminarlo y entregárselo a Rafael Pineda, pues estaba escogiendo al Premio Nacional de Literatura, que para entonces se otorgaba a un libro, no a la obra completa de un autor.
Tan seguro estaba de lo que había hecho, del clima, de su síntesis, que lo entregó a Monte Ávila Editores. Pero para su sorpresa, Benito Milla (y el comité de lectores) no entendieron la trascendencia de aquel cuerpo de relatos de guerras, aparecidos, abuelos y bandidos de las guerras internas... Le respondieron que era un libro de una historia familiar.
Existía en Cumaná la Editorial Universitaria que el mismo había fundado. Así que en pocos días apareció la edición, diseñada por el propio Armas Alfonzo, que semanas más tarde recibiría el Premio Nacional de Literatura 1969.
Una atribulada historia de erratas y ediciones corregidas acompañan alOsario de Dios. Pero no es sino hasta 1991, después de su muerte, cuando finalmente lo editan en la colección Eldorado de Monte Ávila Editores, con las correcciones hechas por el puño y letra del propio Armas Alfonzo. Luego vendrán la edición de la Biblioteca Ayacucho y la edición crítica que hiciera la Fundación Alfredo Armas Alfonzo, cuidada por Julio Miranda.
Domingo Miliani afirma que Tramojos anuncia la intertextualidad de su escritura con la del Osario de Dios. Pero si ese fue el comienzo, al otro extremo del sendero está Los desiertos del ángel que el propio Armas Alfonzo recomendaba leer junto al Osario... como un cuerpo único. Solo que esta vez, Zenón Marapacuto se había mudado a la capital.
Una región habitada por la memoria
Por Jesús Sanoja Hernández
Me entusiasmé con aquel cuento y, como pude, incluí elogioso comentario en mi recuento “Espejo semanal”, que escribía entonces para Tribuna Popular, diario político e ideológico cuyas suspensiones temporales formaban parte del (des)equilibrio de fuerzas entre la Junta Militar y la oposición de izquierda. Cuando Meneses, más tarde, lo incluyó en su Antología del cuento venezolano, dijo de su autor que era un “contador de cuentos”; pero situado más allá de los límites del folclorismo puro y simple: “El mundo venezolano que se enreda en los cuentos de Armas Alfonzo es violento, oscuro, recio, brujo; multitud de fantasmas, de ánimas en pena, de caballos y santos, de aparecidos y monstruos” dignificados, añado yo, por memoria implacable, gozosa del recuerdo, metida en los pliegues de las narraciones de la abuela y en el fondo de las guerras civiles, y más que de ninguna, de la Guerra Federal.
El mismo año, 1949, en que fue premiado en el Concurso Anual de Cuentos de El Nacional, “Los cielos de la muerte” fue recogido en un volumen que llevaba el mismo nombre. Y cuatro años más tarde reapareció en la recopilación que este diario realizó, con inclusión de todos los cuentos finalistas. Allí estaban, entre otros, “El baile del tambor” (Uslar), “Arco secreto” (Díaz Solís), “Los fugitivos” (Carpentier), “Con Dios” y “El hombre y verde caballo” (Márquez Salas), “La niña vegetal” (Guaramato), “Peste en la nave” (Picón Salas), “La guitarra” (Manuel María Vallejo, colombiano entonces residente en Venezuela, muerto recientemente) y “La mano junto al muro” (Meneses).
Los cielos de la muerte –me refiero al libro– marcaría el inicio de un ciclo narrativo que continuó con La cresta del cangrejo y Los lamederos del diablo y culminó en Puerto Sucre- vía Cristóbal e incluso La parada de Maimós (1969), saga de “cuentos largos” que según Miliani, comienza a condensarse (el cuento corto, el mini-cuento) con El osario de Dios y Cien máuseres, ninguna muerte y una sola amapola (1976). Para Miliani es significativo que Armas Alfonzo haya caído en tierras del mini-cuento un poco antes de que en México fuese abierto el concurso de cuentos brevísimos de la “revista de imaginación” fundada años antes por Rulfo, Arreola y Valdés. El certamen de 1972 lo ganó precisamente Ednodio Quintero, uno de los venezolanos que han cultivado esa variante narrativa.
La idea de publicar en la Biblioteca Ayacucho un volumen dedicado a Armas Alfonzo nació en una reunión en Cumaná, realizada en homenaje a su trayectoria, muy rica en ponencias e intervenciones y, además, apoyada en una iconografía seductora. A ella asistieron Julio Miranda, entusiasta de su obra; Miliani, quien prologaría el volumen, López Ortega y, aunque no lo preciso bien, Atanasio Alegre y Gustavo Arnstein, quienes en ocasión posterior publicaron trabajos sobre el mapa territorial y narrativo de Armas Alfonzo.
Pineda lo había llamado “el Faulkner del Unare”, no para establecer una relación de dependencia o imitación, sino para comprender cómo el valle del Unare y los personajes que en él se mueven pasando de un cuento a otro, venían a ser como una equivalencia del condado real-imaginario del Misissippi. Y conste que lo que aparece como “regional” no tiene mucho que ver con los límites geográficos y sí, en cambio, con la construcción de una región narrativa por donde desfilan, más que los habitantes, los seres habitados por fantasmas y evocaciones, pasiones y memorias, en una confusión de edades. No sé qué extraño sentimiento me poseyó cierta vez que pasé hacia el mar por el cementerio del pueblito oriental El Hatillo, leí las inscripciones en las lápidas, sintiendo cómo la sucesión de fechas y nombres me remitían a ese pasado que incesantemente reconstruyó Armas Alfonzo en la zona mágica que, a su modo y en poesía, también amó Rafael José Muñoz.
En una entrevista que en 1986 le hizo Patricia Guzmán, afirmó Armas Alfonzo: “En Unare está lo absoluto”. Como definición de su plan obsesivo, de su carta de identidad existencial, ella no dejaba vía de escape. Por algo admiró tanto la poesía de Gerbasi, Palomares y Crespo, con tanta carga de Canoabo, Escuque y Carora, en los instantes de darle riendas en la creación.
*Publicado el 4 de octubre de 1998
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