Casa de la Estrella. Donde nació la República libre y soberana de Venezuela en 1830.

Casa de la Estrella. Donde nació la República libre y soberana de Venezuela en 1830.
Casa de la Estrella, ubicada entre Av Soublette y Calle Colombia, antiguo Camino Real donde nació la República libre y soberana de Venezuela en 1830, con el General José Antonio Páez como Presidente. Valencia: "ciudad ingrata que olvida lo bueno" para el Arzobispo Luis Eduardo Henríquez. Maldita, según la leyenda, por el Obispo mártir Salvador Montes de Oca y muchos sacerdotes asesinados por la espalda o por la chismografía cobarde, que es muy frecuente y característica en su sociedad.Para Boris Izaguirre "ciudad de nostalgia pueblerina". Jesús Soto la consideró una ciudad propicia a seguir "las modas del momento" y para Monseñor Gregorio Adam: "Si a Caracas le debemos la Independencia, a Valencia le debemos la República en 1830".A partir de los años 1950 es la "Ciudad Industrial de Venezuela", realidad que la convierte en un batiburrillo de razas y miserias de todos los países que ven en ella El Dorado tan buscado, imprimiéndole una sensación de "ciudad de paso para hacer dinero e irse", dejándola sin verdadero arraigo e identidad, salvo la que conserva la más rancia y famosa "valencianidad", que en los valencianos de antes, que yo conocí, era un encanto acogedor propio de atentos amigos...don del que carecen los recién llegados que quieren poseerlo y logran sólo una mala caricatura de la original. Para mi es la capital energética de Venezuela.

lunes, 14 de noviembre de 2011

El peso de la herencia De la consigna "Patria, socialismo o muerte", sólo ha triunfado la muerte.

11 noviembre 2011

Alfonso Betancourt

|| Desde el Meridiano 68

El peso de la herencia

De la consigna "Patria, socialismo o muerte", sólo ha triunfado la muerte.

Anónimo

Por más de tres siglos nuestros antepasados fueron súbditos de monarcas, y eso pesa mucho en el subconsciente colectivo de un pueblo que después ha vivido más de siglo y medio de república. Esa omnipotencia terrenal, pero divina por derecho, yo el rey, no sólo en la colonia sino incluso en la república, en sus albores, se le invocaba por el pueblo o las clases dirigentes como tablas de salvación y de seguridad.

Recuérdese cómo Bolívar, republicano convencido, tuvo que enfrentarse a los partidarios de la corona (Páez entre ellos), que sólo en ésta veían la estabilidad de las instituciones y el orden en oposición a la anarquía que para ellos significaban las instituciones republicanas y que, por cierto, el mismo Bolívar quiso hacerlas fuertes por medio de la presidencia vitalicia, el poder moral y el senado hereditario, como formas muy directas del genio para alejar las pretensiones de los monarquistas, a la vez que por convicción de que era el paso más viable para consolidar la república que abriera camino a la democracia.

No se le entendió, o no se le quiso entender, y vino lo que él había previsto: el caos. Esa divinización del rey, monarquía y reinado, siguió corriendo como un río subterráneo por el alma colectiva del venezolano, y no es aventurado decir que en gran parte explica, como sustitución del perdido poder real, el fervor, la pasión y hasta la santidad como hemos venerado a caudillos (recuérdese las imágenes que el pueblo adoraba de Antonio Leocadio Guzmán o el Mocho Hernández) o el mesianismo, el individualismo y el presidencialismo, que en política practicamos por ser incapaces de llegar a la comprensión de que sólo las doctrinas, con la participación del pueblo como abanderado de las mismas, son las que pueden llevar a la solución de nuestros problemas. Aquí radican las grandes fallas de la república y de la democracia. Porque, para ser leales con la verdad histórica, en el lapso de vida republicana muy poco se ha hecho para que ese molde mental al cual nos referimos cambiara radicalmente y, parece increíble, por el contrario, se fortificaron las bases para que, en gran parte de la existencia republicana, los caudillos, a manera de condotieros de mesnadas fervorosas de mesianismo, saltaran a la silla presidencial y, desde allí, jugar con el destino del pueblo, como lo estamos viendo actualmente. Y tenía que ser así.

Las reformas inducidas en el sistema republicano apenas si rozaban las epidermis de las más espinosas y agudas cuestiones, manteniendo una situación socioeconómica y cultural muy parecida y poco alejada de la de los tiempos coloniales, que incluso en los regímenes de 1958 en adelante, democráticos, no se profundizaron, como era de esperarse, y así evitar el caudillismo desesperante y anacrónico de este siglo XXI.

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