25 noviembre 2011
Alfonso Betancourt Desde el Meridiano 68
Tragicomedia en el tránsito valenciano
El crecimiento de Valencia, es anacrónico con la carencia de vías, la estrechez de las existentes y el endemoniado tránsito que en ellas se opera.
En el flujo y reflujo de personas y vehículos de la periferia al centro, y viceversa, el teatro tiene allí sus mejores escenarios y actores para el drama y la comedia cotidiana.
Por supuesto, estas variedades representativas ocurren frecuentemente de día. De noche las multitudes, en su mayoría, se refocilan en las pantallas de sus televisores, otras cositas más y en el sueño y reposo de sus camas. Así que en el día, apenas nos desplazamos de la casa o apartamento hacia el sitio de trabajo, o lugares a donde vamos en solución de diligencias para asegurar el sustento, el semáforo nos detiene para que otro, vivazo como él solo, se nos adelante a velocidad vertiginosa y se produzca la inevitable tragedia.
El embrollo nos detiene porque no hay más vías de escape. Y después de permanecer más de una hora, en tanto nos dan paso, aparte de la desgracia ocurrida, sin quererlo somos testigos de cosas que mueven a indignación unas, y a risa otras. Sacan al "vivazo" en camilla y resulta que una de sus piernas es de palo y manco de una mano.
Del carro chocado por éste, salta un mocetón que corre a toda prisa y deja caer prendas y monedas de oro sobre las cuales se abalanzan los espectadores como muchachos recogiendo juguetes y caramelos en piñata de cumpleaños.
No faltan las trompadas y el forcejeo para disputarse las codiciadas preseas y la dama que alega que el collar de perlas que tiene fulanito, logrado con el sacrificio de un ojo amoratado, es el mismo que le robaron la noche anterior. El aludido, ni tonto, ni perezoso, que entiende que la dama quiere pescar en río revuelto, también emprende las de Villadiego seguido por ésta a gritos y piedras.
Por supuesto, todo esto sucede antes de que hubieran llegado los policías o fiscales, pues de estar presentes los hechos habrían sido de otro color. Cuando logramos movilizarnos, necesariamente embocamos en la única autopista de la urbe, generalmente siempre congestionada por el flujo y reflujo de vehículos y también porque el sentido común, que es lo menos común que tenemos, nos pega al vehículo delantero con los choques aparatosos en cadena y con un camión o gandola volcados, apertrechados de víveres, golosamente saqueados hasta por gentes que se bajan de carros lujosos y las muchedumbres que vuelan del barrio vecino.
Perdemos otra hora más para salir del laberinto y entramos por una angosta calle del casco de la ciudad. Desde luego, no pudimos llegar a la hora convenida para la cita y el bonito negocio, que ya teníamos redondeado, del gozo se nos fue al pozo.
Cariacontecidos nos dirigimos al estacionamiento donde la guantera de nuestro auto ha sido violentada y desaparecidos cinco mil bolívares que en un fajito de billetes celosamente habíamos escondido para otro negocio que teníamos en mente. La rabia que se apodera de nuestro espíritu es de tal magnitud que salimos del estacionamiento como alma que lleva el diablo y no vemos un perrito que se nos atraviesa, al que atropellamos con todo el dolor de nuestra culpa.
Descendemos del vehículo. Recogemos el perrito, que por fortuna fue ligeramente golpeado, lo entregamos a su dueña y le pedimos disculpas. Nos cayó a paraguazos y huimos.
Retomamos el vehículo para regresar a casa, cuando ¡ay, mi madre!. Caímos en un hueco-cráter lleno de agua y barro, de esos que tanto abundan en Valencia, con la suerte estupenda de que en esos momentos pasaba un motorizado de la Policía, que al ser salpicado, corrió hacia nosotros pidiéndonos cuantas credenciales existen para que pudiéramos conducir la chatarra pavosa.
Y pese a tenerlas todas, los improperios llovieron sobre nuestra pobre humanidad y conducido a un calabozo por falta de respeto a la autoridad.
Allí pedagógicamente se nos explicó por qué habíamos sido detenidos y se nos instruyó para que no volviéramos a incurrir en la misma falta. Sin embargo, a mis familiares les ruego que traten de llegar en helicóptero para llevarme a casa, pues si lo hacen en carro les puede suceder lo que a mí por este tránsito infernal de Valencia.
Casa de la Estrella. Donde nació la República libre y soberana de Venezuela en 1830.
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