Chile y Venezuela. Dos procesos en las antípodas
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Chile no es Venezuela, Salvador Allende no fue Hugo Chávez Frías. Así este régimen, ubicado en las antípodas del gobierno de la Unidad Popular haga esfuerzos tragicómicos por pretenderlo. En esa constatación de Perogrullo radican las profundas e insuperables diferencias que marcaron los dos procesos que, para sus desgracias, acercaran a ambos países a la delirante búsqueda de un propósito común en el último medio siglo de extravíos latinoamericanos: desencajar el Estado de Derecho e imponer una dictadura de corte castrocomunista.
Chile era pobre de solemnidad y todo lo que había llegado a ser en esos años críticos de los setenta se debía al esfuerzo laborioso, al ingenio y a la disciplina de sus hijos. Habiendo fundado el primer Estado de Derecho y extirpado de raíz el cáncer del caudillismo militarista que consumiera a otras naciones de la región, nada más aplacadas las iras de las guerras de Independencia, que en Chile no desencajaron la estructura económico social precedente ni se saldaron con una sangrienta guerra civil, como en Venezuela, todo lo que logró conquistar en el siglo XIX –la primacía del mar y la supremacía del comercio y la industria sobre toda la costa del Pacífico– lo logró con el esfuerzo mancomunado de su civilidad y de todas sus clases sociales. Bajo la mirada señera de sus instituciones. Aprovechando al máximo el aporte de ingleses y alemanes y construyendo un edificio de leyes cuyos cimientos fueran sentados por don Andrés Bello, que los partidos supieron introyectar en la conciencia de todos los chilenos. Amén de un nacionalismo vivo y actuante, asumido con fervor y sin fanatismos xenófobos por su ciudadanía.
Ninguna de las guerras que sostuvo contra Perú y Bolivia fueron capricho de sus ejércitos. Fueron decisiones de una burguesía gobernante, civilista, legalista y constitucionalista, con el concurso de un pueblo motivado en un objetivo de grandeza patriótica y nacional. Lo que posiblemente permitió el drenaje de los conflictos internos en expansiones territoriales, salvo dos episodios de lamentables guerras civiles. La más grave de las cuales se libró en 1891 y tuvo un saldo de 12.000 muertos. Enfrentó a un sector de la burguesía aliado con el ejército con otro sector de la burguesía aliado con la armada. Un enfrentamiento por intereses, doctrinas e ideas, no por caprichos caudillescos, como la Federal venezolana. Venció la armada, fortaleciendo a quienes apostaban por ponerle coto a un Estado con pretensiones absolutistas a favor de un parlamentarismo descentralizador.
Al mercantilismo del siglo XIX sucedió la explotación minera con la que se adentra en el siglo XX: primero el salitre, luego el cobre. Le permitió una prosperidad que rigurosamente administrada le permitiría una existencia más que decorosa a sus élites y a su población educada en el ascetismo de una sociedad espartana y acostumbrada al trabajo y al sacrificio. Facilitaría asimismo los recursos para echar a andar, desde el Estado y gracias a gobiernos progresistas, a fines de los treinta y comienzos de los cuarenta del siglo pasado un exitoso proceso de industrialización mediante la estrategia entonces vigente en la región: sustituir las importaciones. Mientras, Venezuela continuaba en su Edad Media, sin industrias, sin empresariado, sin sociedad civil. Sin siquiera entrar en el siglo XX.
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Hacia comienzos de los cincuenta, se encuentra, por cierto, junto con Cuba, Uruguay, Argentina y Costa Rica entre los países más educados, más desarrollados y más prósperos del continente. Es cuando la Guerra Fría y la amenaza nuclear conmueven los cimientos de la paz mundial. Y emerge el Behemoth del castrismo. Responsable por los apocalípticos desastres de la región en la segunda mitad del siglo.
Suelo citar un hecho que sirve de referencia para establecer las insuperables diferencias que marcan la asimetría de los desarrollos económicos y sociopolíticos entre Chile y Venezuela. En 1935, cuando el médico legista Salvador Allende asume en Valparaíso, de donde es oriundo, la dirección del Partido Socialista, poco antes fundado en Santiago de Chile, muere en Venezuela el dictador Juan Vicente Gómez tras veintisiete años de despotismo absoluto. Venezuela seguía siendo la finca misérrima y despoblada –el cuero seco del que hablaba el Ilustre Americano–, su población mayormente pobre y analfabeta, sus distantes regiones incomunicadas, carente de los servicios más elementales de la modernidad, sumida en una incultura rural y recién pacificada por el látigo y la vocación patriarcal de un hacendado que se tropieza, por azar del destino, con un inagotable manantial de petróleo. La materia prima del futuro y clave de sus venturas y desventuras. Para un país que apenas se empina sobre el caciquismo feudal.
El siglo XIX chileno, racialmente homogéneo y sedentario, de sofisticadas transacciones bursátiles y acuerdos políticos entre liberales y conservadores, bajo la amenaza de los sectores rebeldes de la clase media y la organización política de los sectores populares y proletarios, se vivió en Venezuela, fracturado racial, cultural y socialmente, entre guerras de caudillos, montoneras de bandidos y delincuentes y un desorden y una anarquía desintegradora que se extendió hasta 1903, cuando el futuro patriarca sometiera los últimos conatos caudillescos en la batalla de Ciudad Bolívar. Recién entonces se asoma la existencia de algo así como una nación bajo un Estado centralizado.
Por entonces, Chile se encontraba en las antípodas de la realidad política venezolana. El cobre y el salitre podrían haber desaparecido del horizonte chileno sin que la sociedad chilena hubiera colapsado. Sin la gigantesca erupción del pozo de La Rosa, en 14 de diciembre de 1922 en Cabimas, Venezuela seguiría siendo, hoy por hoy, una modesta y marginal provincia semirrural del Caribe. Pues, sin los gigantescos recursos deparados por un azar de la naturaleza, ¿qué mágico conjuro hubiera llevado a nuestras inermes élites a sacarse de la manga una sociedad moderna y desarrollada? Lo cierto, así nos cueste digerirlo, es que sin el maná petrolero difícilmente hubiéramos encontrado el motor de un desarrollo que exigía una capacitación, una cultura, una disciplina social y unos recursos empresariales de los que, transcurridos los dos primeros decenios del siglo XX, no teníamos ni la utópica esperanza de encontrarlos en nuestro camino. Éramos el país portátil de que hablara Adriano González León. En permanente crisis de pueblo, como clamara en 1951 Mario Briceño. Y desde entonces enfebrecido con el populismo socializante.
Rómulo Betancourt, una suerte de Deus ex machina de nuestro proceso de desarrollo, lo comprendería al describir la síntesis de la historia moderna de nuestro país: Venezuela: política y petróleo. El petróleo lo puso la madre naturaleza. Su explotación: las empresas transnacionales. La política, Betancourt y la generación del 28. Rezagados y adormilados quedaron los residuos del gomecismo, de la Venezuela rural, del esclavismo congénito a amplios sectores de la población que continuaron y continúan siendo nidos y bolsones de barbarie, fuente nutricia, a su vez, del militarismo, el mal endémico de su postración. 70 años después de la mayor explosión petrolera de la historia, como titulara entonces The New York Times, bastaron algunos remezones de las viejas certidumbres para que los 7 sellos saltaran por los aires y se abriera una vez más el volcán del caudillismo militarista y la barbarie desintegradora. En ello estamos.
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Allende no representaba la barbarie de un Chile rezagado. Hugo Chávez y sus herederos han sido la propia barbarie de la Venezuela rezagada. Allende era un tribuno plebeyo al frente de partidos forjados al calor de la Revolución de Octubre –la de 1917 en Rusia– que creyeron en la revolución proletaria, definitivamente socialista y marxista-leninista, lejos del asalto al poder en el mejor estilo fascista caribeño, caudillesco y golpista de los Castro y sus esbirros: tramposo y violento. La maldición caribeña. La tragedia de la Guerra Fría los empujó a la cohabitación, pero sus raíces no tenían absolutamente nada en común. Allende detestó la insurgencia motinesca que vivió de cerca en los primeros días de la revolución en La Habana, cuando luego de participar de la asunción de mando de su viejo amigo Rómulo Betancourt, de sus mismos genes, siguiera a La Habana acompañado por su compañero de curul Eduardo Frei Montalva, el pendant de Rafael Caldera. A ambos, como al conjunto de los partidos chilenos y a la izquierda toda, la revolución cubana les pareció funambulesca, carnavalesca, improvisada, exuberante y poco seria.
Tanto él como Frei Montalva, muertos en la mayor enemistad e incomprensión recíprocas, eran profundamente legalistas, institucionalistas, parlamentaristas. De una seriedad cercana a la hosquedad. El destino los echó a orillas contrarias: Allende a los brazos del castrismo, con el que se aseguró el respaldo de la nueva izquierda surgida al fragor del guevarismo y que a partir de mediados de los sesenta arrasara con la juventud chilena y latinoamericana. Frei, el reformista, al de la defensa de la estabilidad del Estado chileno, desquiciado por la veleidad y la ambición desaforada del senador Allende, y el respaldo a desgano del golpismo militarista, que creyó manipulable a sus fines democráticos e institucionalistas. Una apuesta de alto riesgo que terminó costándole la vida.
Ni Allende ni Frei hubieran tenido un ápice de simpatía por un personaje bufonesco, charlatán, mentiroso y fraudulento como Hugo Chávez. Como, por cierto, no lo tendrá ningún chileno, que los conozco por descendencia sanguínea y cultura visceral. Si jamás soportaron a Fidel Castro, menos hubieran soportado su versión minusválida y bufonesca, serios hasta el aburrimiento y la acritud como eran ambos.
Quien crea ver en los Idus de septiembre alguna semejanza entre Chile y Venezuela, puede ir bajándose de esa nube. Puede que seres inescrupulosos y oportunistas como José Miguel Insulza le hagan carantoñas a la satrapía venezolana. Y que algunos políticos de escaso entendimiento y poderosas agallas necesitados de respaldo financiero vengan a Caracas a cantarle loas al heredero. Chile se toma demasiado en serio. Y Venezuela, para su inmensa fortuna, carece del perfil trágico y existencial de los chilenos, tristes y apesadumbrados desde el origen de los tiempos. Razón por la cual tienen soberbios poetas y escasos novelistas. Grandes estadistas y pobres caudillos. Tragedias y no melodramas.
Las diferencias: he allí las razones del pensar. Las semejanzas suelen ser un consuelo para menguados.
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