Ernesto Cardenal Martínez (Granada, Nicaragua, 20 de enero de 1925) es un poeta, sacerdote, teólogo, escritor, traductor, escultor y político nicaragüense
Ernesto Cardenal narra muy bien esa
experiencia
MERTON, visto por Ernesto Cardenal.
Ernesto Cardenal narra muy bien esa
experiencia
MERTON, visto por Ernesto Cardenal.
Así narra Ernesto Cardenal, en el primer volumen de su autobiografía, “Vida Perdida”, su encuentro con Thomas Merton, a su llegada como postulante al monasterio trapense de Getsemaní:
-1-
”Al poco rato llegó a hablarme Thomas Merton. Se me presentó con mucha humildad, y no me dijo su nombre sino tan sólo: “Yo soy el maestro de novicios”.
Igualmente el Abad se había referido antes a él sin mencionar su famoso nombre. Después que yo había llenado todos los requisitos exigidos junto con la solicitud de ingreso, me escribió informándome que había sido admitido, y agregaba: “Tendrá de maestro de novicios uno que también es poeta, en cierto sentido, y estudió como usted en la Universidad de Columbia”. Lo cual me había llenado de gozo doblemente: primero al saber que mi maestro de novicios sería Thomas Merton, a quien yo le había leído prácticamente todos sus libros, e incluso traducido; y segundo porque eso yo no lo había sabido antes al pedir mi admisión, y era una garantía de que yo no había escogido ese monasterio buscándolo a él sino a Dios. En su último libro él había escrito que seguramente lo enviarían a una nueva fundación. El que aun estuviera allí y además fuera el maestro de novicios era algo inesperado. Había sido nombrado maestro de novicios como un año antes que yo llegara. Y eso lo atribuí a una acción especial de Dios para mí. Más claramente lo sentiría así cuando dejó de ser maestro de novicios pocos años después de que yo me fuera.
Lo primero que Merton me dijo fue que el P. Abad le había encargado que me dijera que una condición para que yo entrara al noviciado era que renunciara a escribir. Yo le dije tranquilamente que desde que había escogido entrar a esta orden ya había hecho esta renuncia.
En realidad yo muy bien sabía por los libros de Merton que la trapa es una orden anti literaria. Esto que a mí me repugna era una de las razones por las que yo había escogido esta orden. Para entregarme totalmente a Dios yo debía renunciar a todo. Podría haber escogido la orden benedictina, que es de la familia de la trapa, y que se dedican principalmente a las artes y las letras, pero entonces no habría renunciado a mi gran amor: la poesía. También podría haber entrado a un seminario y ser sacerdote en Nicaragua, pero entonces no habría renunciado a otro gran amor: mi tierra y mis lagos. Yo debía ir a Dios despojado de todo. Merton recalcaba mucho en sus libros que como trapense escritor él era una excepción. Al principio no escribía, hasta que un Abad, anterior al actual, le ordenó que lo hiciera.
En cuanto al escribir, ahora me cuenta Merton que el presente Abad no está muy seguro de que él deba seguir escribiendo; en cualquier momento podría prohibírselo también a él. También era posible que a mí me permitieran escribir en el futuro. Esto no se podía saber. Pero era muy bueno para la paz interior estar con esta indiferencia. La prohibición era de escribir profesionalmente, es decir escribir para publicar. Pero sí podía tener mis cuadernos y libretas, y escribir, apuntes, notas, reflexiones.
Merton tenía unos ojos vivaces y regocijados; un semblante ingenuo e inocente; la cara redonda, y empezaba a ser calvo. Era un poco más gordo que delgado, no una figura alargada del Greco como yo lo imaginaba. Los trapenses no podían ser fotografiados, y así los millones de personas que leían a Thomas Merton no podían tener una idea de cómo era. Era relativamente joven; tenía diez años más que yo, y yo entonces tenía treinta y dos años.
También entre las primeras cosas que me habló fue preguntándome qué posibilidad había de una fundación trapense en Nicaragua. Precisamente la semana anterior había estado el P. Visitador y les había dicho que el próximo monasterio lo debían fundar en América Latina; porque ya habían hecho 12 fundaciones en los Estados Unidos, y de ahora en adelante todas las nuevas fundaciones debían ser hechas allá. Yo le hablé de la belleza de Nicaragua. Y también cómo había allí personas interesadas en apoyar una fundación trapense, sobre todo con motivo de mi ingreso aquí. Vi cómo le importaba mucho este tema, y me dijo que habría que hablar de esto al P. Visitador.
Yo iba a pasar pronto al noviciado, porque dentro de pocos días la casa de huéspedes estaría llena de visitantes. Me dijo que la austeridad física la podría aguantar muy bien, porque se dormía lo suficiente, siete horas —y siesta si uno quería, en el verano. La dieta no excluía más que carne, huevos y pescado, y que uno podía comer hasta llenarse. Hay desayuno, y éste era de café y pan. Me dijo que sin embargo debía estar preparado para luchar, porque también tendría que sufrir, y por lo que más tendría que sufrir era por el silencio y por la vida continuamente en comunidad. En cuanto a experiencias místicas yo ya sabía, me dijo, que no había que contar con ellas. Y alguien había definido la vida del monje como un semi-éxtasis y cuarenta años de aridez. Hablaríamos más al día siguiente”.
-2-
Al día siguiente regresó Merton a mi habitación como lo había anunciado. Estuvo viendo con mucho interés los libros que yo había traído y se llevó algunos para leerlos. Lo de los libros había sido por recomendación suya. Poco antes de mi salida de Nicaragua me había escrito una carta ya personal como maestro de novicios, para infundirme tranquilidad y ánimo; y en ella me decía que no vacilara en llevar conmigo un lote de libros, aquellos de mi preferencia. De no ser así yo hubiera llegado despojado de todo libro.
También le mostré algunas fotos de mis esculturas y le gustaron. Me las pidió para mostrárselas al P. Juan de la Cruz que era ceramista.
Hablábamos en español, porque su español era mejor que mi inglés. Lo que me sorprendió mucho, porque en todo lo que había escrito de su vida yo no recordaba que él contara nunca que estuviera aprendiendo español; y cómo lo había aprendido muy bien en el encierro de la trapa, me parecía como milagro. Más me sorprendería después, cuando me fui dando cuenta que los idiomas que él conocía eran muchos, muchísimos; nunca supe cuántos. Y ésta no fue la única cosa suya que yo vería después como milagro.
Me dijo que ahora él iba a perfeccionar más el español con mi conversación y con los libros que había llevado, porque antes había tenido muy pocas oportunidades de practicar el español. Me dijo que yo iba a practicar el inglés teniendo conversaciones con un monje que había sido un escritor de Hollywood, el que le hacía los argumentos a Beatriz Lillie, y autor de muchas otras películas.
Le agradó mucho ver el librito de pájaros que yo había comprado en Miami, y me dijo que eso me iba a ser de mucha utilidad en el monasterio.
Ahora yo ya iba a pasar de la casa de huéspedes al noviciado.
Mucho tiempo después me contaría Merton que cuando el Abad recibió mi solicitud de ingreso, se la dio a él para que me contestara rechazándola. Algunos latinoamericanos habían llegado antes y casi no habían durado nada. El Abad pensaba que las diferencias de clima, idiosincrasia, etc., hacían que este monasterio no fuera propio para los latinoamericanos, y en caso de que debieran regresarse sin tener con qué, los pasajes en avión serían una carga para el monasterio. Pero cuando Merton recibió mi solicitud, sintió —según me dijo— muy claramente en su interior una especie de voz que le decía: “Hay que recibirlo. Es muy importante que él venga aquí”. Eso hizo que él contraviniera la orden expresa del Abad, y así fue que a mí me llegara una aceptación de ingreso.
Y yo ahora pues ya iba a entrar al noviciado”.
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”Al poco rato llegó a hablarme Thomas Merton. Se me presentó con mucha humildad, y no me dijo su nombre sino tan sólo: “Yo soy el maestro de novicios”.
Igualmente el Abad se había referido antes a él sin mencionar su famoso nombre. Después que yo había llenado todos los requisitos exigidos junto con la solicitud de ingreso, me escribió informándome que había sido admitido, y agregaba: “Tendrá de maestro de novicios uno que también es poeta, en cierto sentido, y estudió como usted en la Universidad de Columbia”. Lo cual me había llenado de gozo doblemente: primero al saber que mi maestro de novicios sería Thomas Merton, a quien yo le había leído prácticamente todos sus libros, e incluso traducido; y segundo porque eso yo no lo había sabido antes al pedir mi admisión, y era una garantía de que yo no había escogido ese monasterio buscándolo a él sino a Dios. En su último libro él había escrito que seguramente lo enviarían a una nueva fundación. El que aun estuviera allí y además fuera el maestro de novicios era algo inesperado. Había sido nombrado maestro de novicios como un año antes que yo llegara. Y eso lo atribuí a una acción especial de Dios para mí. Más claramente lo sentiría así cuando dejó de ser maestro de novicios pocos años después de que yo me fuera.
Lo primero que Merton me dijo fue que el P. Abad le había encargado que me dijera que una condición para que yo entrara al noviciado era que renunciara a escribir. Yo le dije tranquilamente que desde que había escogido entrar a esta orden ya había hecho esta renuncia.
En realidad yo muy bien sabía por los libros de Merton que la trapa es una orden anti literaria. Esto que a mí me repugna era una de las razones por las que yo había escogido esta orden. Para entregarme totalmente a Dios yo debía renunciar a todo. Podría haber escogido la orden benedictina, que es de la familia de la trapa, y que se dedican principalmente a las artes y las letras, pero entonces no habría renunciado a mi gran amor: la poesía. También podría haber entrado a un seminario y ser sacerdote en Nicaragua, pero entonces no habría renunciado a otro gran amor: mi tierra y mis lagos. Yo debía ir a Dios despojado de todo. Merton recalcaba mucho en sus libros que como trapense escritor él era una excepción. Al principio no escribía, hasta que un Abad, anterior al actual, le ordenó que lo hiciera.
En cuanto al escribir, ahora me cuenta Merton que el presente Abad no está muy seguro de que él deba seguir escribiendo; en cualquier momento podría prohibírselo también a él. También era posible que a mí me permitieran escribir en el futuro. Esto no se podía saber. Pero era muy bueno para la paz interior estar con esta indiferencia. La prohibición era de escribir profesionalmente, es decir escribir para publicar. Pero sí podía tener mis cuadernos y libretas, y escribir, apuntes, notas, reflexiones.
Merton tenía unos ojos vivaces y regocijados; un semblante ingenuo e inocente; la cara redonda, y empezaba a ser calvo. Era un poco más gordo que delgado, no una figura alargada del Greco como yo lo imaginaba. Los trapenses no podían ser fotografiados, y así los millones de personas que leían a Thomas Merton no podían tener una idea de cómo era. Era relativamente joven; tenía diez años más que yo, y yo entonces tenía treinta y dos años.
También entre las primeras cosas que me habló fue preguntándome qué posibilidad había de una fundación trapense en Nicaragua. Precisamente la semana anterior había estado el P. Visitador y les había dicho que el próximo monasterio lo debían fundar en América Latina; porque ya habían hecho 12 fundaciones en los Estados Unidos, y de ahora en adelante todas las nuevas fundaciones debían ser hechas allá. Yo le hablé de la belleza de Nicaragua. Y también cómo había allí personas interesadas en apoyar una fundación trapense, sobre todo con motivo de mi ingreso aquí. Vi cómo le importaba mucho este tema, y me dijo que habría que hablar de esto al P. Visitador.
Yo iba a pasar pronto al noviciado, porque dentro de pocos días la casa de huéspedes estaría llena de visitantes. Me dijo que la austeridad física la podría aguantar muy bien, porque se dormía lo suficiente, siete horas —y siesta si uno quería, en el verano. La dieta no excluía más que carne, huevos y pescado, y que uno podía comer hasta llenarse. Hay desayuno, y éste era de café y pan. Me dijo que sin embargo debía estar preparado para luchar, porque también tendría que sufrir, y por lo que más tendría que sufrir era por el silencio y por la vida continuamente en comunidad. En cuanto a experiencias místicas yo ya sabía, me dijo, que no había que contar con ellas. Y alguien había definido la vida del monje como un semi-éxtasis y cuarenta años de aridez. Hablaríamos más al día siguiente”.
-2-
Al día siguiente regresó Merton a mi habitación como lo había anunciado. Estuvo viendo con mucho interés los libros que yo había traído y se llevó algunos para leerlos. Lo de los libros había sido por recomendación suya. Poco antes de mi salida de Nicaragua me había escrito una carta ya personal como maestro de novicios, para infundirme tranquilidad y ánimo; y en ella me decía que no vacilara en llevar conmigo un lote de libros, aquellos de mi preferencia. De no ser así yo hubiera llegado despojado de todo libro.
También le mostré algunas fotos de mis esculturas y le gustaron. Me las pidió para mostrárselas al P. Juan de la Cruz que era ceramista.
Hablábamos en español, porque su español era mejor que mi inglés. Lo que me sorprendió mucho, porque en todo lo que había escrito de su vida yo no recordaba que él contara nunca que estuviera aprendiendo español; y cómo lo había aprendido muy bien en el encierro de la trapa, me parecía como milagro. Más me sorprendería después, cuando me fui dando cuenta que los idiomas que él conocía eran muchos, muchísimos; nunca supe cuántos. Y ésta no fue la única cosa suya que yo vería después como milagro.
Me dijo que ahora él iba a perfeccionar más el español con mi conversación y con los libros que había llevado, porque antes había tenido muy pocas oportunidades de practicar el español. Me dijo que yo iba a practicar el inglés teniendo conversaciones con un monje que había sido un escritor de Hollywood, el que le hacía los argumentos a Beatriz Lillie, y autor de muchas otras películas.
Le agradó mucho ver el librito de pájaros que yo había comprado en Miami, y me dijo que eso me iba a ser de mucha utilidad en el monasterio.
Ahora yo ya iba a pasar de la casa de huéspedes al noviciado.
Mucho tiempo después me contaría Merton que cuando el Abad recibió mi solicitud de ingreso, se la dio a él para que me contestara rechazándola. Algunos latinoamericanos habían llegado antes y casi no habían durado nada. El Abad pensaba que las diferencias de clima, idiosincrasia, etc., hacían que este monasterio no fuera propio para los latinoamericanos, y en caso de que debieran regresarse sin tener con qué, los pasajes en avión serían una carga para el monasterio. Pero cuando Merton recibió mi solicitud, sintió —según me dijo— muy claramente en su interior una especie de voz que le decía: “Hay que recibirlo. Es muy importante que él venga aquí”. Eso hizo que él contraviniera la orden expresa del Abad, y así fue que a mí me llegara una aceptación de ingreso.
Y yo ahora pues ya iba a entrar al noviciado”.
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