El Sr. Williams
El 10 de junio de 2001 el programa de televisión Inside the Actor’s Studio conducido por James Lipton tuvo como invitado al actor Robin Williams. Vestido de negro de pies a cabeza llega al escenario saludando al público de estudiantes sin dejar de hacer gestos de un lado a otro; los aplausos se prolongan por minutos y el actor ni toma asiento, ni Lipton hace alguna pregunta. Se acerca a la gente y a la entrada del escenario, moviendo las manos en círculos con cara de circunstancia. Hay una mujer en el público cuya risa retumba en el estudio estruendosa, contagiosa, irresistible. Como el propio Williams.
Lipton se refirió a Robin Williams como “tratar de atrapar un rayo con una red para mariposas”. Sus compañeros luego lo califican como una locura legal, caracterización que él mismo explica diciendo que intenta cosas, queriendo decir comportamientos, conductas que otras personas no podrían llevar a cabo sin que alguien llame a la policía.
Robin Williams de Chicago, Illinois nunca terminó sus estudios en Julliard, fue mimo frente al Met, hizo stand up comedy, hablaba francés y ruso, citaba a Einstein y a Tennessee Williams, y trabajó bajo la dirección de Peter Weir, Terry Gilliam, Francis Coppola, Mike Nichols, Oliver Sacks, Danny Devito y Robert Altman, de quien comenta que trabajar con él es como si te empujara por un precipicio sin saber qué está pasando, “y vas muy interesado gritando en la caída”. Además es hoy un personaje llamado Robin en el exitoso videojuego World of Warcraft.
“Entender qué haces y cómo, te da libertad para probar y hacer otras cosas”, le dice a Lipton sobre sus personajes más histriónicos. Su adicción a la cocaína surge en la conversación y habla de ella con mucho humor, sin ataques morales ni victimizarse. La despidió no sin depresiones crónicas que al parecer nunca pudo manejar efectivamente.
Un amigo fiel en mí
Su amigo cercano Billy Crystal ha admirado y elogiado la rapidez increíble de improvisación de Williams, y Lipton le pregunta qué carajos está sucediendo en su cabeza que va a una velocidad tan distinta a la nuestra. En ese momento Williams se levanta y hace otra ronda de improvisaciones, la enésima de la velada, esta vez usando la bufanda de una estudiante sentada en primera fila: en su rostro, es una mujer iraquí; en su cuello da un sermón en la iglesia; en su cintura es un iron chef; en sus muñecas ha sido detenido por la ley.
Es el Genio en Aladín (Clements; Musker, 1992) sacando ideas de sí sin cuestionar, sin mirar dos veces. No hay fondo, no se termina. De repente se acerca a la mujer que ríe sin control y le pregunta si se encuentra bien, la consuela, le dice que todo pasará, todo está bien, mientras ella casi no puede recuperar el aliento. Y continúa sacando situaciones, personajes, acentos, gestos como si fuese de la nada, sin esfuerzo, indetenible, inagotable, absorbente, temerario.
El abismo
Saber que hay muerte para todos es aterrorizante. Paraliza. Woody Allen cuenta en el documental dirigido por Robert B. Weide que muy pequeño se enfrentó a la idea de muerte: supo, de verdad entendió, que todo se termina. Entró en pánico. Es asomarse a un abismo y clavar las uñas en la pared detrás. Terminar la vida voluntariamente, saber que es eso lo que se quiere, tras el pánico, imagino debe ser liberador.
Al vivir en uno de los países más importantes del mundo, con seguridad económica, familia, buena salud, conocimiento y talento pareciese no tener sentido su suicidio. En un país donde salir a la calle no es un riesgo a la vida, donde las comodidades básicas están cubiertas y donde son posibles el ascenso y el enriquecimiento social, resulta difícil comprender que las tasas de suicidio sean altas. Sobre todo para realidades como las nuestras. La manera desastrosa, apocalíptica de nuestro vivir no contempla salvo en excepciones el suicidio.
Creería entonces que tal vez se trata de lo limitadas que son esas decisiones que aún con suerte pueden tomarse, y de la derrota de esa capacidad infatigable de creación a manos de la tristeza y la resignación, una costumbre de sequía, en la que la libertad, comparada con la de aquel que sí decide así sea solo su muerte, es completamente despreciable.
Robin Williams se asfixia, se priva de lo primero que necesitamos para estar vivos. Williams, esa suerte de pagliacci de creatividad inmediata e indetenible, ese rayo inaprehensible, decidió detenerse para siempre. Y como el Genio, fue libre.
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