El Carabobeño 10 septiembre 2012
Guillermo Mujica sevilla ||
De Azules y de Brumas
Un cántaro ilustre... Memorias de un muchacho (I)
Allá por los tiempos de Colombia, vivía en Caracas, el maestro Antón, viejo fornido que, a pesar de sus sesenta años, era muy capaz de derribar a un cristiano de un solo puñetazo, pero el maestro Antón era tan fuerte de cuerpo como manso de espíritu. Herrero de oficio, el figuraba a la cabeza del gremio no tanto por su habilidad artística, como por la popularidad y buena fama de que gozaba. En la herrería del maestro Antón había una caja de madera respetable por las dimensiones y su antigüedad. Era uno de esos muebles deformísimos, que sirven a varias generaciones y resisten, sin quebrantarse, el oleaje de los acontecimientos, mostrándose siempre sólidos y flamantes en su sitio, como mudos representantes del pasado. Son, en punto a muebles, las esfinges del servicio doméstico. Se creía que la caja del maestro Antón había sido del servicio de una sacristía antes del terremoto de 1812, y que la había mandado a hacer el obispo don Juan López Agurto de la Mata, cuando en 1636 se trasladó la primera Catedral venezolana de la ciudad de Coro a la de Caracas. El maestro Antón compraba al peso y por muy bajo precio cuanto hierro inútil le iban a vender, y todo aquello lo echaba en la gran caja, de suerte que con los años vino a convertirse ésta en una arca de Noé, por la muchedumbre y variedad de cosas que contenía; y de allí sacaba todos los días el pedazo de metal apropiado para el remiendo que tenía entre manos, pues nunca pasó de herrero remendón el pobre viejo. Clavos despuntados, piernas de tijeras, argollas, aldabones, pailas, fragmentos de barras, azadas, fusiles, cuchillos y otras armas e instrumentos, en fin de todo había en la enorme caja: reposaban allí los restos de casi toda la herramienta gastada en Caracas durante medio siglo. ¡Qué frío tengo! decía de cuando en cuando el mango de una sartén. ¡Si el maetro Antón me volviera a mis antiguos lares, qué gozo para mí oír de nuevo chisporrotear la leña y calentarme entre los tizones! ¡Cállate por Dios, fierro grasiento y ahumado, que mayor pena sufro yo viéndome en este miserable estado después de haber ocupado un puesto eminente por largos años! ¿Y quién eres tú, sino un clavo mohoso, para que así mandes a callar a quien acaso llegó a freír más huevos que estrellas hay en el Cielo? ¡Clavo, dices bien, clavo mohoso, pero en tiempo me mantuve tieso, que tieso, sosteniendo el dosel del muy ilustre ayuntamiento, hasta que vencido por la edad, dejé ir la carga al suelo con espanto de los cabildantes! Yo también serví al gobierno, fijo en la puerta de la cárcel pública. ¡Dijo un pedazo de cerrojo! y cuidado que nadie entraba ni salía sin tocar previamente conmigo, incluso el señor alcalde y todos los ministros de la justicia. ¡Qué me venís a mí con todas esas ínfulas!, interrumpió con gran sonoridad una especie de barretón sumamente cascado y cubierto de orín¡ Yo he metido más ruido en la ciudad que todos vosotros juntos. Casi cien años estuve encumbrado en la torre, pregonando las tristezas y alegrías del público. Era el badajo de la campana mayor, la lengua que se agitó en aquella gran boca para lanzar a los cuatro vientos la voz conmovedora del campanario, ora repicando alegremente en las fiestas públicas, ora despidiendo a los muertos, con lúgubre tañido. Pues prepárese usted, ruidosísimo señor, para sufrir mayores desengaños que los que de presente padece, porque el día menos pensado lo manda el maestro Antón, a retostarse en alguna parrilla o lo clava como cerrojo en la puerta de alguna taberna, sin parar mientes en su antiguo encubrimiento. ¿Y de dónde habrá aprendido estas filosofías una herradura? preguntó el badajo. Yo no metí tanto ruido ni viví tan alto como vos, señor, pero tengo también un pasado glorioso.
* Colección de cuentos, Tomo VI de Don Tulio Febrer Cordero”
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