Casa de la Estrella. Donde nació la República libre y soberana de Venezuela en 1830.

Casa de la Estrella. Donde nació la República libre y soberana de Venezuela en 1830.
Casa de la Estrella, ubicada entre Av Soublette y Calle Colombia, antiguo Camino Real donde nació la República libre y soberana de Venezuela en 1830, con el General José Antonio Páez como Presidente. Valencia: "ciudad ingrata que olvida lo bueno" para el Arzobispo Luis Eduardo Henríquez. Maldita, según la leyenda, por el Obispo mártir Salvador Montes de Oca y muchos sacerdotes asesinados por la espalda o por la chismografía cobarde, que es muy frecuente y característica en su sociedad.Para Boris Izaguirre "ciudad de nostalgia pueblerina". Jesús Soto la consideró una ciudad propicia a seguir "las modas del momento" y para Monseñor Gregorio Adam: "Si a Caracas le debemos la Independencia, a Valencia le debemos la República en 1830".A partir de los años 1950 es la "Ciudad Industrial de Venezuela", realidad que la convierte en un batiburrillo de razas y miserias de todos los países que ven en ella El Dorado tan buscado, imprimiéndole una sensación de "ciudad de paso para hacer dinero e irse", dejándola sin verdadero arraigo e identidad, salvo la que conserva la más rancia y famosa "valencianidad", que en los valencianos de antes, que yo conocí, era un encanto acogedor propio de atentos amigos...don del que carecen los recién llegados que quieren poseerlo y logran sólo una mala caricatura de la original. Para mi es la capital energética de Venezuela.

viernes, 8 de marzo de 2013

A las 11 de la mañana del miércoles 6 de marzo voy a la Plaza Bolívar. El 18 de febrero esto era una fiesta de gente alborozada y feliz porque su comandante había regresado al país, porque habían visto unas fotos, porque Chávez se salvaba y era indestructible. Hoy es otra cosa: gente llorosa, un grupo que mira la salida del cortejo fúnebre por televisión en la esquina caliente. Llanto. Lamentos. Silencio. Miradas perdidas.


Crónica: “Pero ya no hay Chávez”; por Oscar Medina

Oscar Medina blog  6 de marzo 2013
Chavistas
A las 11 de la mañana del miércoles 6 de marzo voy a la Plaza Bolívar. El 18 de febrero esto era una fiesta de gente alborozada y feliz porque su comandante había regresado al país, porque habían visto unas fotos, porque Chávez se salvaba y era indestructible. Hoy es otra cosa: gente llorosa, un grupo que mira la salida del cortejo fúnebre por televisión en la esquina caliente. Llanto. Lamentos. Silencio. Miradas perdidas.
Frente a la Asamblea Nacional hay un toldo vacío. Inútil, en realidad. Como si alguien lo hubiera dejado allí abandonado. Y lo que se escucha es lo de siempre: “compro oro, plata, oro”. El 18 aquí bailaban, cantaban, compraban relojes con la imagen de Chávez, hacían el trencito y un barbudo explicaba que Chávez había venido al mundo con una misión: acabar con el capitalismo. ¿Y ahora? Compro oro, plata, oro…
Bajo hacia Plaza Caracas siguiendo a un grupo de personas uniformadas de rojo. Buscan la ruta del cortejo fúnebre. Frente al Teatro Municipal los motorizados hacen ruido. Se escuchan comentarios: ya lo sacaron, va a pasar por aquí, por allá, por la plaza aquella. Sigo a las banderas, a las camisas rojas, a la gente llorosa que camina hasta la plaza O’Leary.
Y la vista aquí de la avenida San Martín es así: miles de puntos rojos que terminan por hacerse borrosos hasta que los ojos ya no dan más y que se ven en movimiento, vienen hacia acá, escoltando la carroza fúnebre en una procesión que –lo sabremos después- durará más de siete horas hasta su destino en la Academia Militar.
Las ventanas de los bloques de El Silencio están todas abiertas. Gente asomada, banderas, pancartas. También hay personas en los techos. Todos quieren ver esto, ver el paso del cortejo, ver la urna, ver algo porque durante meses lo único que vieron del comandante fueron esas fotos donde aparecía con exceso de rubor en las mejillas sosteniendo un ejemplar del Granma. Nada más.
Atrás, debajo de un toldo, el perifoneador de este punto celebra la intervención de una niña de cinco años que dice “Chávez somos todos”. Al lado, un hombre reflexiona: “La verdad es que prácticamente a Chávez lo mataron”. Y expone una teoría fantasmagórica: “Con ese poco de maldiciones que le echaban todos los días lo mataron. ¿O tú crees que eso no afecta, que te estén maldiciendo así todo el tiempo?”.
De pronto, el enjambre de motos se hace mayor y más ruidoso. Van, vienen, dan media vuelta. Ahora parece que se acerca el cortejo y eso es lo que creemos hasta que la señora que tengo adelante, en primera fila, se entera de que van a desviar el camino por la avenida Lecuna y se queja –“Eso no puede ser, vale, no puede ser”- pero no hay quien atienda su reclamo.
Ya en la Lecuna el helicóptero de la policía está sobre nuestras cabezas y eso indica que Chávez está cerca. Las motos que aparecen son de mayor cilindrada. Sin placas, como de costumbre. Policías con armas largas. “Ya va a pasar, ya va a pasar”, dice alguien. Y aquí caigo en cuenta de que pareciera que muchos están esperando que el hombre aparezca agitando los brazos, lanzando besos, gritando consignas. ¿Por qué estoy aquí? ¿Por presenciar un capítulo importante de la historia? ¿Por curioso? ¿Por el oficio? ¿O para convencerme de que sí es verdad que ha muerto Hugo Chávez?
Y alcanzo a ver el féretro, cubierto por una bandera con ribetes dorados. Hay flores. Hay boinas rojas. El ataúd marrón brilla bajo el sol del mediodía. Hay voces que lo llaman. Chávez, Chávez, Chávez. Pero ya no hay Chávez. Lo que hay es lo que ves: a El Aissami, a Jaua, a García Carneiro. Lo que hay es un Maduro altísimo, con el rostro compungido. Lo que hay es un Jorge Rodríguez, un Rafael Ramírez enrojecido. Lo que hay es una van donde veo la verdadera cara del dolor: María Gabriela Chávez, lentes oscuros, la cabeza recostada a la ventana, la expresión ausente, perdida entre la multitud que la mira pasar. ¿Cómo será su vida de ahora en adelante? ¿Cómo será la nuestra?
Apenas empezaremos a saberlo cuando termine este prolongado funeral

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