Viendo la muchedumbre, subió al monte, se sentó, y sus discípulos se le acercaron. Y tomando la palabra, les enseñaba diciendo: “Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos. Bienaventurados los mansos, porque ellos poseerán en herencia la tierra. Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados. Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados. Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia. Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios. Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios. Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el Reino de los Cielos. Bienaventurados seréis cuando os injurien, y os persigan y digan con mentira toda clase de mal contra vosotros por mi causa. Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en los cielos; pues de la misma manera persiguieron a los profetas anteriores a vosotros.”
Palabra del Señor
Del libro JESÚS DE NAZARET(1ª parte) de S.S. BENEDICTO XVI
1. LAS BIENAVENTURANZAS
Las Bienaventuranzas han sido
consideradas con frecuencia como la antítesis neotestamentaria del Decálogo,
como la ética superior de los cristianos, por así decirlo, frente a los
mandamientos del Antiguo Testamento. Esta interpretación confunde por completo
el sentido de las palabras de Jesús. Jesús ha dado siempre por descontada la
validez del Decálogo (cf. p. ej. Mc 10, 19; Lc 16, 17); en el Sermón de la
Montaña se recogen y profundizan los mandamientos de la segunda tabla de la
Ley, pero no son abolidos (cf. Mt 5,21-48); esto estaría en total contradicción
con la afirmación fundamental que inicia esta enseñanza sobre el Decálogo: «No
creáis que he venido a abolir la Ley o los profetas; no he venido a abolir,
sino a dar plenitud. Os aseguro que antes pasarán el cielo y la tierra que deje
de cumplirse hasta la última letra o tilde de la Ley» (Mt 5, 17s). Sobre esta
frase, que sólo aparentemente parece contradecir el mensaje de Pablo, tendremos
que volver tras el diálogo entre Jesús y el rabino. Por ahora baste notar que
Jesús no piensa abolir el Decálogo, sino que, por el contrario, lo refuerza.
Pero entonces, ¿qué son las
Bienaventuranzas? En primer lugar se insertan en una larga tradición de
mensajes del Antiguo Testamento como los que encontramos, por ejemplo, en el
Salmo 1 y en el texto paralelo de Jeremías 17, 7s: «Dichoso el hombre que
confía en el Señor...». Son palabras de promesa que sirven al mismo tiempo como
discernimiento de espíritus y que se convierten así en palabras orientadoras.
El marco en el que Lucas sitúa el Sermón de la Montaña ilustra claramente a
quién van destinadas en modo particular las Bienaventuranzas de Jesús:
«Levantando los ojos hacia sus discípulos...». Cada una de las afirmaciones de
las Bienaventuranzas nacen de la mirada dirigida a los discípulos; describen,
por así decirlo, su situación fáctica: son pobres, están hambrientos, lloran,
son odiados y perseguidos (cf. Lc 6, 20ss). Han de ser entendidas como
calificaciones prácticas, pero también teológicas, de los discípulos, de
aquellos que siguen a Jesús y se han convertido en su familia.
A pesar de la situación concreta
de amenaza inminente en que Jesús ve a los suyos, ésta se convierte en promesa
cuando se la mira con la luz que viene del Padre. Referidas a la comunidad de
los discípulos de Jesús, las
Bienaventuranzas son una paradoja: se invierten los criterios del mundo apenas
se ven las cosas en la perspectiva correcta, esto es, desde la escala de
valores de Dios, que es distinta de la del mundo. Precisamente los que
según los criterios del mundo son considerados pobres y perdidos son los
realmente felices, los bendecidos, y pueden alegrarse y regocijarse, no
obstante todos sus sufrimientos. Las Bienaventuranzas son promesas en las que
resplandece la nueva imagen del mundo y del hombre que Jesús inaugura, y en las
que «se invierten los valores». Son promesas escatológicas, pero no debe
entenderse como si el júbilo que anuncian deba trasladarse a un futuro
infinitamente lejano o sólo al más allá. Cuando el hombre empieza a mirar y a
vivir a través de Dios, cuando camina con Jesús, entonces vive con nuevos
criterios y, por tanto, ya ahora algo del éschaton, de lo que está por venir,
está presente. Con Jesús, entra alegría en la tribulación.
Las paradojas que Jesús presenta
en las Bienaventuranzas expresan la auténtica situación del creyente en el mundo,
tal como las ha descrito Pablo repetidas veces a la luz de su experiencia de
vida y sufrimiento como apóstol: «Somos los impostores que dicen la verdad, los
desconocidos conocidos de sobra, los moribundos que están bien vivos, los
sentenciados nunca ajusticiados, los afligidos siempre alegres, los pobres que
enriquecen a muchos, los necesitados que todo lo poseen» (2 Co 6, 8-10). «Nos
aprietan por todos los lados, pero no nos aplastan; estamos apurados, pero no
desesperados; acosados pero no abandonados; nos derriban pero no nos rematan.»
(2 Co 4, 8-10). Lo que en las Bienaventuranzas del Evangelio de Lucas es
consuelo y promesa, en Pablo es experiencia viva del Apóstol. Se siente «el
último», como un condenado a muerte y convertido en espectáculo para el mundo,
sin patria, insultado, denostado (cf. 1 Co 4, 9-13). Y a pesar de todo
experimenta una alegría sin límites; precisamente como quien se ha entregado,
quien se ha dado a sí mismo para llevar a Cristo a los hombres, experimenta la
íntima relación entre cruz y resurrección: estamos expuestos a la muerte «para
que también la vida de Jesús se manifieste en nuestro cuerpo» (2 Co 4,11).
Cristo sigue sufriendo en sus enviados, su lugar sigue siendo la cruz. Sin
embargo, Él es de manera definitiva el Resucitado. Y si el enviado de Jesús en
este mundo está aún inmerso en la pasión de Jesús, ahí se puede percibir
también la gloria de la resurrección, que da una alegría, una «beatitud» mayor
que toda la dicha que se haya podido experimentar antes en el mundo. Sólo ahora
sabe lo que es realmente la «felicidad», la auténtica «bienaventuranza», y al
mismo tiempo se da cuenta de lo mísero que era lo que, según los criterios
habituales, se consideraba como satisfacción y felicidad.
En las paradojas vividas por san
Pablo, que se corresponden con las paradojas de las Bienaventuranzas, se
manifiesta lo mismo que Juan había expresado de otro modo al describir la cruz
del Señor como «elevación», como entronización en las alturas de Dios.
Juan reúne en una palabra cruz y
resurrección, cruz y elevación, pues para él lo uno es inseparable de lo otro.
La cruz es el acto del «éxodo», el acto del amor que se toma en serio y llega
«hasta el extremo» (Jn 13, 1), y por ello es el lugar de la gloria, del
auténtico contacto y unión con Dios, que es Amor (cf. 1 Jn 4, 7.16). Así, esta
visión de Juan condensa y nos hace comprensible en definitiva lo que significan
las paradojas del Sermón de la Montaña.
Estas observaciones sobre Pablo y
Juan nos han permitido ver dos cosas: las
Bienaventuranzas expresan lo que significa ser discípulo. Se hacen más
concretas y reales cuanto más se entregan los discípulos a su misión, como
hemos podido comprobar de un modo ejemplar en Pablo. Lo que significan no se
puede explicar de un modo puramente teórico; se proclama en la vida, en el
sufrimiento y en la misteriosa alegría del discípulo que sigue plenamente al
Señor. Esto deja claro un segundo aspecto: el carácter cristológico de las
Bienaventuranzas. El discípulo está unido al misterio de Cristo y su vida está
inmersa en la comunión con Él: «Vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive
en mí (Ga 2, 20). Las Bienaventuranzas son la transposición de la cruz y la
resurrección a la existencia del discípulo. Pero son válidas para los
discípulos porque primero se han hecho realidad en Cristo como prototipo.
Esto resulta más
claro si analizamos la versión de las Bienaventuranzas en Mateo (cf. Mt
5,3-12). Quien lee atentamente el texto descubre que las Bienaventuranzas son
como una velada biografía interior de Jesús, como un retrato de su figura. Él,
que no tiene donde reclinar la cabeza (cf. Mt 8, 20), es el auténtico pobre;
El, que puede decir de sí mismo: Venid a mí, porque soy sencillo y humilde de
corazón (cf. Mt 11, 29), es el realmente humilde; Él es verdaderamente puro de
corazón y por eso contempla a Dios sin cesar. Es constructor de paz, es aquel
que sufre por amor de Dios: en las Bienaventuranzas se manifiesta el misterio
de Cristo mismo, y nos llaman a entrar en comunión con El. Pero precisamente por
su oculto carácter cristológico las Bienaventuranzas son señales que indican el
camino también a la Iglesia, que debe reconocer en ellas su modelo;
orientaciones para el seguimiento que afectan a cada fiel, si bien de modo
diferente, según las diversas vocaciones.
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