Casa de la Estrella. Donde nació la República libre y soberana de Venezuela en 1830.

Casa de la Estrella. Donde nació la República libre y soberana de Venezuela en 1830.
Casa de la Estrella, ubicada entre Av Soublette y Calle Colombia, antiguo Camino Real donde nació la República libre y soberana de Venezuela en 1830, con el General José Antonio Páez como Presidente. Valencia: "ciudad ingrata que olvida lo bueno" para el Arzobispo Luis Eduardo Henríquez. Maldita, según la leyenda, por el Obispo mártir Salvador Montes de Oca y muchos sacerdotes asesinados por la espalda o por la chismografía cobarde, que es muy frecuente y característica en su sociedad.Para Boris Izaguirre "ciudad de nostalgia pueblerina". Jesús Soto la consideró una ciudad propicia a seguir "las modas del momento" y para Monseñor Gregorio Adam: "Si a Caracas le debemos la Independencia, a Valencia le debemos la República en 1830".A partir de los años 1950 es la "Ciudad Industrial de Venezuela", realidad que la convierte en un batiburrillo de razas y miserias de todos los países que ven en ella El Dorado tan buscado, imprimiéndole una sensación de "ciudad de paso para hacer dinero e irse", dejándola sin verdadero arraigo e identidad, salvo la que conserva la más rancia y famosa "valencianidad", que en los valencianos de antes, que yo conocí, era un encanto acogedor propio de atentos amigos...don del que carecen los recién llegados que quieren poseerlo y logran sólo una mala caricatura de la original. Para mi es la capital energética de Venezuela.

lunes, 7 de septiembre de 2015

La Carta de Jamaica sigue vigente a sus 200 años...Un Bolívar exiliado, sin poder ni dinero firma la Carta de Jamaica el 6 de septiembre de 1815. En la misiva el Libertador hace una lectura de sus circunstancias y de su papel en un período de terrible combustión con la Independencia aún sin existir. En su mazo, la carta menos chamuscada era un gobierno republicano, controlado por el mantuanaje y con soporte de un imperio liberal. Eso luce al revisitar el texto en su bicentenario

La Carta de Jamaica sigue vigente a sus 200 años

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La Carta de Jamaica sigue vigente a sus 200 años
Foto: Agencias
Simón Bolívar cerraba el documento más brillante de la historia de nuestra Independencia con una advertencia: Su destinatario podía corroborar cada línea o simplemente desechar su contenido. 
Aseguraba que solo por cortesía y no por creerse un ilustrado en la materia, se había dedicado a  explicar su visión de lo que ocurría en América. Así le respondió al comerciante jamaiquino de origen inglés Henry Cullen, quien intentaba entender la compleja realidad del llamado nuevo mundo. La carta de Jamaica fue firmada por Bolívar en Kinston el 6 de septiembre de 1815 con el título: Contestación de un Americano Meridional a un caballero de esta isla. Para entonces tenía 32 años y ya había sido proclamado Libertador. 
Aquel papel, que hoy cumple 200 años, resultó un fogonazo de 6 mil 426 palabras que trascendió su tiempo. Le mostró a la nación más liberal del siglo XIX, Inglaterra, y luego al resto de Europa, la barbarie de la conquista española, la obsolescencia de su coloniaje, describió la magnitud de los daños que, por ejemplo,  habían dejado a Venezuela como tierra arrasada, al tiempo que exaltaba las enormes riquezas culturales y naturales que hacían de este lado del mundo un territorio muy distinto pero jamás inferior a otros de ultramar.  
“La carta de Jamaica parece muy extensa para ser una carta, lo que hace deducir que fue escrita con un propósito muy claro. Es un documento para la posteridad, porque Bolívar tenía plena conciencia histórica”, destaca el escritor e investigador Jesús Ángel Semprún Parra,  miembro de número de  la Academia de Historia del Zulia. 
Fue escrita al término de la llamada Segunda República, cuando ya Bolívar había sido obligado a abandonar Venezuela, sin que ello detuviera su empeño por sumar aliados para la causa de la emancipación total de España, hacia cuya monarquía dedicó los más duros cuestionamientos:
“¿Y la Europa civilizada, comerciante y amante de la libertad, permite que una vieja serpiente, por sólo satisfacer su saña envenenada, devore la más bella parte de nuestro globo? ¡Qué! ¿Está la Europa sorda al clamor de su propio interés? ¿No tiene ya ojos para ver la justicia? 
¿Tanto se ha endurecido, para ser de este modo insensible? Estas cuestiones, cuanto más lo medito, más me confunden; llego a pensar que se aspira a que desaparezca la América; pero es imposible, porque toda la Europa no es España. 
¡Qué demencia la de nuestra enemiga, pretender reconquistar la América, sin marina, sin tesoro y casi sin soldados!, pues los que tiene, apenas son bastantes para retener a su propio pueblo en una violenta obediencia y defenderse de sus vecinos”.
De su estructura, Semprún Parra explica que está diseñada como un documento filosófico-político escrito en un estilo romántico propio del siglo XIX venezolano, con mucha influencia de La Ilustración francesa.
“En una primera parte, el autor plantea todos los acontecimientos históricos de la lucha emancipadora hasta 1810, y los sucesos posteriores hasta 1815, fecha de la redacción de la carta. Luego explica los motivos que volcaron a los pueblos subyugados hacia su independencia. Bolívar intentaba llamar la atención al gobierno británico para que participara, reconoce los esfuerzos que ya había hecho Francisco de Miranda aunque no lo nombra. En este documento se observa un primer acercamiento a la idea de la unión entre la Nueva Granada y Venezuela, planteamiento que antes no se había hecho y que se desarrolla después, en 1818, en el Congreso de Angostura”.
Al final de esta correspondencia de 14 páginas, Simón Bolívar  vaticina la vida de América libre. Maracaibo, aparece citada por Bolívar como la posible capital de la unión entre la Nueva Granada y Venezuela: 
“La Nueva Granada se unirá con Venezuela, si llegan a convenirse en formar una república central, cuya capital sea Maracaibo, o una nueva ciudad que, con el nombre de Las Casas, en honor de este héroe de la filantropía, se funde entre los confines de ambos países, en el soberbio puerto de Bahía-honda. Esta posición, aunque desconocida, es más ventajosa por todos respectos.
Su acceso es fácil y su situación tan fuerte que puede hacerse inexpugnable. Posee un clima puro y saludable, un territorio tan propio para la agricultura como para la cría de ganado, y una grande abundancia de maderas de construcción. Los salvajes que la habitan serian civilizados y nuestras posesiones se aumentarían con la adquisición de la Goagira. Esta nación se llamaría Colombia, como un tributo de justicia y gratitud al creador de nuestro hemisferio”.
No faltó la denuncia hacia la estructura social propia, por su pasividad y las debilidades culturales y políticas que impedían el ejercicio del poder sin la intromisión de España o lo que es peor, del neocolonialismo. Para Bolívar, el habitante americano, que no es indio, ni español, es una especie nueva. “Todavía es más difícil presentir la suerte futura del Nuevo Mundo, establecer principios sobre su política y casi profetizar la naturaleza del gobierno que llegará a adoptar… Pretender que un país tan felizmente constituido, extenso, rico y populoso, sea meramente pasivo, ¿no es un ultraje y una violación de los derechos de la humanidad?”.
Como miembro de la Sociedad Bolivariana, Semprún Parra recomienda leer y releer este documento, por la importancia histórica que posee y porque a través de un lenguaje al extremo  claro y sencillo, se puede aprender la dimensión universal del pensamiento del más grande hombre de América.

La rectificación de Jamaica

Un Bolívar exiliado, sin poder ni dinero firma la Carta de Jamaica el 6 de septiembre de 1815. En la misiva el Libertador hace una lectura de sus circunstancias y de su papel en un período de terrible combustión con la Independencia aún sin existir. En su mazo, la carta menos chamuscada era un gobierno republicano, controlado por el mantuanaje y con soporte de un imperio liberal. Eso luce al revisitar el texto en su bicentenario

Cuando está a punto de escribir la Carta de Jamaica, Bolívar ya es la figura primordial de la Independencia de Venezuela, pero la Independencia sigue sin existir. Él mismo ha trabajado en su derrumbe a través de la redacción de sus primeros documentos de trascendencia: el Manifiesto de Cartagena (1812) y la Proclama de Guerra a Muerte (1813). El primer texto irrumpe contra la legalidad propuesta por los aristócratas cuando declaran la separación de España, un paso que, según el autor, concluye en “repúblicas aéreas” que deben tocar tierra antes de perderse en un firmamento inaccesible. El segundo propone una manera inclemente de aterrizar, mediante un holocausto de españoles y canarios que debe ofrecer consistencia a la revolución.
Los papeles son el fundamento de una dictadura personal, que fracasa estrepitosamente ante el fuelle de los ejércitos dirigidos sin contemplaciones por Monteverde y Boves con evidente apoyo popular. De allí la necesidad de una rectificación, de una búsqueda perentoria de soluciones que detenga el ímpetu de la monarquía triunfante de nuevo; pero que, a la vez, permita la resurrección de quien es para entonces lo más parecido a un cadáver político. Tal es el propósito de la célebre misiva que firma en Kingston, el 6 de septiembre de 1815.

Del abismo a la vida. El firmante de la Carta es un exiliado sin poder, sin dinero y sin buena reputación. No solo lo han expulsado de Venezuela las fuerzas realistas, sino también muchos capitanes republicanos que lo critican por una autocracia inoperante y caprichosa. Pese a que en breve levanta cabeza en la Nueva Granada, un conjunto importante de oficiales de la región se niega a trabajar bajo su mando y lo obliga a abandonar el territorio. “Yo no tengo un duro, ya he vendido la poca plata que traje”, escribe cuando inicia el destino incierto del  Caribe inglés. Un peso mayor lo agobia, sin embargo: las noticias que han circulado en las posesiones extranjeras del vecindario sobre la matanza de españoles presos y enfermos en La Guaira, que ordenó en febrero de 1814. La disposición condujo a un resultado espeluznante: ochocientos enemigos decapitados en el lapso de dos días, sobre cuyo sacrificio circularon detalles capaces de provocar consternación en las colonias británicas.
¿Va a permitir que lo derrote una realidad de la cual es responsable en buena parte? Las letras de Jamaica son un prodigio en materia de supervivencia, la primera gran exhibición de las cualidades políticas que lo distinguirán en adelante y que nadie podía imaginar en su  equipaje mientras vive en la desolación. Significan una rectificación de los pasos andados, pero también la expresión de un pensamiento que no dejará de acompañarle cuando tome el poder. Aquí Bolívar no es el profeta distinguido y alabado por la historiografía patriotera, sino el atinado lector de su circunstancia, y de las circunstancias de su clase social, mirando hacia el futuro.
Acorralado por la fama de jacobino, divulgador de la “voluntad general” como origen del gobierno, rodeado de rivales de la misma bandera a quienes acosan las derrotas y los rencores de la víspera, acusado de tropelías chocantes con  los intereses de la Corte inglesa, toma la pluma para la escritura de un documento fundamental. Se deshace de los planeamientos expuestos en Cartagena y de la tajante doctrina de las matanzas sin cuartel para proponer una operación en nombre de los blancos criollos, para beneficio de una potencia liberal.

“Nuestro contrato social”. ¿A cuál fuente puede acudir un derrotado sin plata   y con mala prensa? ¿Cómo puede mover el corazón de los ingleses, un órgano que necesita para respirar? Se convierte ahora en campeón de la tradición, es decir, de una historia en la cual había encontrado sustento el poderío de los mantuanos. Para el propósito tiene el recuerdo de una lectura reciente, la Historia de la revolución de Nueva España escrita por fray Servando Teresa de Mier, dominico mexicano procedente de familia de abolengo. A ella acude para hablar de “nuestro contrato social” como plataforma de legitimación de un nuevo señorío en América, capaz de atraer el favor de los benefactores europeos que se necesitaban para derrotar a España.
El emperador Carlos V, propone el Libertador en Jamaica inspirado en fray Servando, suscribió un contrato con los conquistadores y con sus hijos para la administración de las posesiones de ultramar. El tal contrato daba a los descendientes del tronco peninsular una especie de control feudal del territorio, que fue aceptado por la sociedad y por la Corona a través del tiempo y que ahora ha sido traicionado por el monarca de turno al ceder los derechos a Napoleón, sin consulta de los interesados y faltando a una especie de compromiso original e ineludible. La situación legitima la insurgencia de los interesados, quienes se levantan en armas para reclamar una especie de fuero sacrosanto. Estamos ante el argumento esencial que expone en Kingston, muy distante de las propuestas radicales del pasado y orientado a colocar en primer plano el papel de los blancos criollos.
Los blancos criollos, agrega en otro documento que escribe entonces en la isla, Señor Redactor de la Gaceta Real de Jamaica, han sido benefactores de la sociedad y protectores de las esclavitudes. Figuras paternales, criaturas alejadas de la codicia y de la maldad, debido a la descarada traición de Carlos IV, son los llamados a la reforma de la sociedad partiendo de los derechos de administración que han tenido desde el período de la conquista. Estamos ante el contenido esencial de la Carta de Jamaica, habitualmente escamoteado por los investigadores y los publicistas que leen los documentos del héroe como si fueran evangelios.

¿Una visión  hispanoamericana? En un fragmento muy trajinado del documento, Bolívar dice: “Nosotros somos un pequeño género humano”. Se ha desprendido de la afirmación la idea de que se está ante un texto que, por primera vez hasta entonces, hace reflexiones incumbentes a toda la sociedad que formaba el mundo colonial, es decir, a todos los hombres que emprendían los procesos de liberación. No piensa para él ni para los miembros de su círculo, se ha repetido hasta la fatiga, sino por todos los hispanoamericanos que procuran la Independencia. Una lectura atenta conduce a conclusiones distintas.
Si se revisa sin prejuicios el documento, ese “pequeño género humano” solo está formado por un elenco selecto de personas. ¿Quiénes le importan de veras al autor? Aquellos que forman una “especie media entre los legítimos pobladores del país y los usurpadores españoles”. ¿Es decir? Aquellos americanos que han detentado derechos semejantes a los de los europeos y que ahora los quieren disfrutar a plenitud. Es evidente que la posesión de prerrogativas semejantes a las del conquistador, e impuestas sobre la tradición de las culturas anteriores a la dominación española, solo ha sido un privilegio de los blancos criollos, quienes forman la “especie media” en nombre de la cual habla ante los destinatarios ingleses y para la cual pide una nueva hegemonía, concordante con los tiempos de zozobra que se experimentan.

Invitación. No estamos ante un simple detalle, sino ante la confirmación del propósito esencial de la Carta de Jamaica: la propuesta de un modo republicano de gobierno bajo el control del mantuanaje con el soporte de un imperio liberal. Es la mejor carta que tiene en el chamuscado mazo. Es la mejor credencial que puede mostrar después de un período de terrible combustión, no en balde coloca en primer plano la identidad y la probanza de un elenco de bomberos que han hecho bien su trabajo durante trescientos años. En realidad es la única carnada que tiene para pescar en el mar de los ingleses.
Resulta curioso que la mayoría de los analistas del documento no hayan puesto los ojos en un asunto tan protuberante, es decir, tan fácil de captar y susceptible de aclarar aspectos esenciales del pensamiento de un líder trascendental en su tiempo y en la posteridad. Tal vez ahora, cuando han pasado doscientos años, pueda la miopía desaparecer. Tal vez ahora captemos lo que se puede observar sin la ayuda del microscopio. Pero hay que leer otra vez y desde una perspectiva de actualidad la Carta de Jamaica. No se fíen de los estudiosos habituales, ni de quien escribe. Para eso pueden servir los bicentenarios.

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