La Vulgata del culto a la memoria de Bolívar —algo que comenzó poco después de su muerte en 1830— brinda imágenes semejantes a una Historia Sagrada narrada en clave de cómic. El cómic de un superhéroe predestinado, se entiende.
Bolívar amamantado por una nodriza esclava a quien el Héroe nunca desamparó porque no era racista; Bolívar, señorito, juega a la pelota con el futuro Fernando VII en un frontón del Madrid de Carlos IV y le tumba el gorro de un pelotazo; Bolívar jacobino, rijoso y ligón en París, aborrece a Bonaparte cuando éste se corona Emperador. Y así, hasta llegar al capítulo titulado Última proclama y muerte, acaecida no sin antes exclamar, decepcionado, que “Jesucristo, Don Quijote y yo hemos sido los tres grandes majaderos de este mundo” y aquello de “he arado en el mar”.
Nadie en Hispanoamérica ha denunciado el culto a Bolívar tan lúcidamente como el venezolano Luis Castro Leiva. Lo delató no sólo como martingala autoritaria y militarista, sino también como el misticismo moral que ha envenenado durante casi dos siglos nuestra idea de la república, de la política y del ciudadano. Según Castro Leiva, el bolivarianismo es un historicismo de la peor especie que entraña una moral inhumana e impracticable y, por ello mismo, tremendamente corruptora de la vida republicana. En su libro De la patria boba a la Teología Bolivariana, Castro Leiva mostró cómo la biografía ejemplar de Simón Bolívar ha sido la única filosofía política que los venezolanos hemos sido capaces de discurrir en toda nuestra vida independiente. Esa “filosofía” no es, según él, más que una perversa “escatología ambigua” que sólo ha servido para alentar el uso político del pasado. “Escatología” está aquí no en relación con lo excrementicio sino en la primera acepción que ofrece el DRAE: “Conjunto de creencias y doctrinas referentes a la vida de ultratumba”.
Según esta doctrina que es también moralina, Bolívar nos mira y nos juzga y nos reclama desde dondequiera que pueda estar ahora, quizá departiendo con el Che Guevara, en el exclusivo VIP del ultramundo reservado a los salvadores narcisistas y sanguinarios. Según el culto, los venezolanos somos hijos suyos, estamos en deuda con el gran hombre que nos zafó de España y tenemos el deber de dar cima a “la obra que Bolívar dejó inconclusa”.
Una de sus delirios inconclusos fue la Gran Colombia, un mostrenco e inviable experimento de régimen mitad virreinal, mitad republicano y federativo, que quiso hacer de las actuales Colombia, Ecuador y Venezuela un solo país. Duró solo 12 años y no sobrevivió a la dictadura final de Bolívar. Castro Leiva dijo de ella que fue “una ilusión ilustrada”. Yo, caraqueño expatriado en Bogotá, añadiré que fue lo que en el Caribe se conoce como un “arroz con mango” hispánicamente cainita.
Chávez, oficiante mayor del culto, soñó con restaurar una Gran Colombia donde él, ¡no faltaba más!, haría las veces de Bolívar. Contaba con ver a sus admiradas y consentidas FARC atando sus caballos a las puertas de la Casa de Nariño. De allí su apoyo irrestricto, la petrochequera puesta a la orden del Secretariado de las FARC y las bravatas guerreristas a la muerte de Raúl Reyes. De ahí el avión de Petróleos de Venezuela que llevó a Timoleón Jiménez, Timochenko, a La Habana para acordar con Juan Manuel Santos el fin de la guerra. Dondequiera que ande ahora el Bolívar zambo de Sabaneta debe estar pensando: “He arado en el mar”.
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Texto publicado en El País y reproducido en Prodavinci con autorización del autor.
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