El culto de la pose
El mundo se mueve en la superficialidad de los gestos y en las poses que asumimos...
RICARDO GIL OTAIZA | EL UNIVERSAL
domingo 3 de enero de 2016 12:00 AM
En los Andes se suele afirmar con frecuencia que "el hábito hace al monje". En otras palabras, somos lo que aparentamos. En el mundo de la inteligencia y de la cultura las apariencias también cuentan. En este instante se me viene a la mente la imagen de una querida profesora de uno de los doctorados que cursé hace ya muchos años, y su insistencia machacona de la fulana "postura doctoral". Creí desde el primer día que la escuché, que la digna académica se refería lógicamente a lo que pensamos, a nuestras actitudes, a las posiciones que como doctores de una determinada área debemos asumir y defender con estoicismo, hasta que un día me correspondió exponer un tema de filosofía de la ciencia y se me ocurrió pararme frente a mis compañeros con una de mis manos guardada en el bolsillo del pantalón (en realidad no sabía qué hacer con ella). Expuse sin problema alguno, nadie me interrumpió, pero en el momento delfeedback la doctora me recriminó con acritud el que tuviera una mano en un bolsillo, ya que según su entender dentro de la postura se incluía también el lenguaje del cuerpo. Mis compañeros y yo tuvimos por instantes miradas cómplices y en algunos ojos pude constatar el estupor frente a lo que suponíamos: la querida profesora confundía "postura intelectual" con mera pose.
El mundo se mueve en la superficialidad de los gestos y en las poses que asumimos frente a las circunstancias. Tan es así, que cuando una personalidad osa salirse del "canon" de lo que implica fungir como "alguien" reputado en su área, se le critica, se le despelleja, y en la horda de insultos que se dicen en voz baja no pueden faltar "lo mal que se viste", "no parece un profesor", "no tiene pinta de médico", "no tiene cara de ingeniero", "no parece un cura", etc. En el ámbito de la literatura en el que me muevo desde hace más de veinte años, la pose cuenta y tiene un peso muy elevado. El ser poeta, por ejemplo, redime de la necesidad de llevar traje y corbata, porque poeta que se precie de serlo debe cargar una pinta específica: desgreñado, con un libro debajo del brazo y una chaqueta desgastada por el uso. Se asume que el poeta gusta de la bebida y del cigarrillo, frecuenta los sitios más bohemios de la ciudad y es consuetudinario de los cafés, bulevares y librerías. En todos los sitios en los que haya recitales, actos públicos y presentaciones de libros, estos personajes se aparecen con seguridad y llegan a formar parte del escenario y del ambiente (por no decir del decorado). Por extensión, lo anterior puede ser extrapolado a los narradores, ensayistas, científicos y a aquellos que creen formar parte de alguno de estos selectos grupos.
Cuando abres la solapa de un libro y se trata de un autor literario consagrado, de seguro aparece en la fotografía con un cigarrillo en la mano y una mirada extraviada en un imposible infinito. El grueso de las imágenes que se nos muestran en los libros de Enrique Vila-Matas, Roberto Bolaño, Javier Marías, Ricardo Piglia, Umberto Eco, Juan Villoro, Paul Auster, Paul Sartre, Pablo Neruda, Michel Houellebecq, Orhan Pamuk y nuestro Denzil Romero, por citar algunos, son prototípicas de lo que el culto de la pose implica en dicho contexto. Lejos estamos de los tiempos de Edgar Allan Poe, Tulio Febres Cordero y hasta de Jorge Luis Borges, cuyas posturas corporales y miradas traslucen inteligencia y un anhelo de mostrarse en su alma, y en la vastedad su obra.
Aunque no es cuestión de épocas. Veamos alguna fotografía de José Gil Fortoul, o de Rufino Blanco Bombona, por ejemplo, para constatar que el culto de la pose va más allá de la vanidad como artificio, para adentrarse en las oscuridades del ser y sus poderosas tramas psicológicas. Eso sin contar con los retratos de generales y dictadores de los siglos XIX y XX: ataviados con trajes de gala, enjambres de medallas, densas y cuidadas barbas (y bigotes), y algún libro en la mano. Me llaman la atención los retratos posados de Antonio Guzmán Blanco, porque en ellos confluyen las ansias de inmortalidad, así como el deseo de mostrar a los de su época (y a las generaciones futuras), su poder y dignidad, así como su exquisita cultura.
@GilOtaiza
rigilo99@hotmail.com
El mundo se mueve en la superficialidad de los gestos y en las poses que asumimos frente a las circunstancias. Tan es así, que cuando una personalidad osa salirse del "canon" de lo que implica fungir como "alguien" reputado en su área, se le critica, se le despelleja, y en la horda de insultos que se dicen en voz baja no pueden faltar "lo mal que se viste", "no parece un profesor", "no tiene pinta de médico", "no tiene cara de ingeniero", "no parece un cura", etc. En el ámbito de la literatura en el que me muevo desde hace más de veinte años, la pose cuenta y tiene un peso muy elevado. El ser poeta, por ejemplo, redime de la necesidad de llevar traje y corbata, porque poeta que se precie de serlo debe cargar una pinta específica: desgreñado, con un libro debajo del brazo y una chaqueta desgastada por el uso. Se asume que el poeta gusta de la bebida y del cigarrillo, frecuenta los sitios más bohemios de la ciudad y es consuetudinario de los cafés, bulevares y librerías. En todos los sitios en los que haya recitales, actos públicos y presentaciones de libros, estos personajes se aparecen con seguridad y llegan a formar parte del escenario y del ambiente (por no decir del decorado). Por extensión, lo anterior puede ser extrapolado a los narradores, ensayistas, científicos y a aquellos que creen formar parte de alguno de estos selectos grupos.
Cuando abres la solapa de un libro y se trata de un autor literario consagrado, de seguro aparece en la fotografía con un cigarrillo en la mano y una mirada extraviada en un imposible infinito. El grueso de las imágenes que se nos muestran en los libros de Enrique Vila-Matas, Roberto Bolaño, Javier Marías, Ricardo Piglia, Umberto Eco, Juan Villoro, Paul Auster, Paul Sartre, Pablo Neruda, Michel Houellebecq, Orhan Pamuk y nuestro Denzil Romero, por citar algunos, son prototípicas de lo que el culto de la pose implica en dicho contexto. Lejos estamos de los tiempos de Edgar Allan Poe, Tulio Febres Cordero y hasta de Jorge Luis Borges, cuyas posturas corporales y miradas traslucen inteligencia y un anhelo de mostrarse en su alma, y en la vastedad su obra.
Aunque no es cuestión de épocas. Veamos alguna fotografía de José Gil Fortoul, o de Rufino Blanco Bombona, por ejemplo, para constatar que el culto de la pose va más allá de la vanidad como artificio, para adentrarse en las oscuridades del ser y sus poderosas tramas psicológicas. Eso sin contar con los retratos de generales y dictadores de los siglos XIX y XX: ataviados con trajes de gala, enjambres de medallas, densas y cuidadas barbas (y bigotes), y algún libro en la mano. Me llaman la atención los retratos posados de Antonio Guzmán Blanco, porque en ellos confluyen las ansias de inmortalidad, así como el deseo de mostrar a los de su época (y a las generaciones futuras), su poder y dignidad, así como su exquisita cultura.
@GilOtaiza
rigilo99@hotmail.com
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