Casa de la Estrella. Donde nació la República libre y soberana de Venezuela en 1830.

Casa de la Estrella. Donde nació la República libre y soberana de Venezuela en 1830.
Casa de la Estrella, ubicada entre Av Soublette y Calle Colombia, antiguo Camino Real donde nació la República libre y soberana de Venezuela en 1830, con el General José Antonio Páez como Presidente. Valencia: "ciudad ingrata que olvida lo bueno" para el Arzobispo Luis Eduardo Henríquez. Maldita, según la leyenda, por el Obispo mártir Salvador Montes de Oca y muchos sacerdotes asesinados por la espalda o por la chismografía cobarde, que es muy frecuente y característica en su sociedad.Para Boris Izaguirre "ciudad de nostalgia pueblerina". Jesús Soto la consideró una ciudad propicia a seguir "las modas del momento" y para Monseñor Gregorio Adam: "Si a Caracas le debemos la Independencia, a Valencia le debemos la República en 1830".A partir de los años 1950 es la "Ciudad Industrial de Venezuela", realidad que la convierte en un batiburrillo de razas y miserias de todos los países que ven en ella El Dorado tan buscado, imprimiéndole una sensación de "ciudad de paso para hacer dinero e irse", dejándola sin verdadero arraigo e identidad, salvo la que conserva la más rancia y famosa "valencianidad", que en los valencianos de antes, que yo conocí, era un encanto acogedor propio de atentos amigos...don del que carecen los recién llegados que quieren poseerlo y logran sólo una mala caricatura de la original. Para mi es la capital energética de Venezuela.

lunes, 8 de febrero de 2016

A primera escucha, un Estado mayor de la cultura puede remitir a algo tan excéntrico, patético o chocante..Excéntrico porque, sin duda alguna, institución militar e institución cultural son agua y aceite. Al menos en las sociedades democráticas, donde se constituyen desde lógicas opuestas. La cultura, y en particular las artes, son el espacio de la libertad, el placer estético, la imaginación y la irreverencia..La institución militar, en cambio, incluso en las naciones democráticas, toda vez que es la responsable de ejercer para el Estado el monopolio de la fuerza a través de las armas, es una organización piramidal, jerárquica y no deliberante.Especulaciones aparte, el Estado mayor de la cultura ya existe en Venezuela. Fue presentado en sociedad la pasada semana y, por suerte, está conformado por civiles. Por reconocidos artistas e intelectuales que en su mayoría tiene una labor valorada desde la era democráticas, los tiempos del bipartidismo, por las instituciones culturales y universitarias con financiamientos, cargos, premios y giras internacionales, a través de organizaciones como el Inciba, el Conac, Foncine, Fundarte, la Cinemateca Nacional o las compañías de ballet. Sin embargo, quienes conformen el Estado mayor es un asunto secundario, el organismo nació con falla de origen. Porque, fue lo que nos enseñaron Pierce, Barthes, Bajtin, Eco o Chomsky, y entre nosotros Montejo y Cadenas, todos sabemos que las palabras no son inocentes. Que el lenguaje construye realidades, delata intenciones, le confiere sentido (connotación) y valor (denotación) a las relaciones humanas. No lo olvidamos: “En el comienzo fue el verbo”. Y allí viene lo patético.Confieso que me resulta penoso imaginar una caricatura que muestre a un grupo de cineastas, arqueólogos, cantantes, pintores y bailarinas metidos en sus uniformes verdiolivas con charreteras formado parte de una junta de oficiales desde donde “determinan y vigilan todas las operaciones”. Podría ser risible. Si era un organismo consultivo ¿por qué no lo llamaron, por ejemplo, Ágora Cultural para recuperar el espíritu helénico de conversa en la plaza? Incluso, Consejo a secas, como el que recién ha convocado el presidente saliente para buscar salidas a la tragedia económica. Viene al caso aquel verso del chino Valera Mora en Relación para un amor llamado amanecer cuando añora un planeta: “Donde no hay academias militares… Donde los últimos insidiosos escaparon por un túnel y cayeron al vacío”


El Estado Mayor de la Cultura

    Comunicólogo, escritor y promotor cultural

    A primera escucha, un Estado mayor de la cultura puede remitir a algo tan excéntrico, patético o chocante como un general obeso, pantalones de malla ajustada, zapatillas blancas y boina roja, haciendo de Príncipe Sigfrido en una puesta en escena socialista del Lago de los Cisnes.
    Excéntrico porque, sin duda alguna, institución militar e institución cultural son agua y aceite. Al menos en las sociedades democráticas, donde se constituyen desde lógicas opuestas. La cultura, y en particular las artes, son el espacio de la libertad, el placer estético, la imaginación y la irreverencia. Por eso la Constitución venezolana comienza su artículo 98 afirmando rotundamente que “La creación cultural es libre…”. Y todas las doctrinas constitucionales de avanzada tienen como punto de partida reglar la responsabilidad del Estado en materia cultural pero basándola siempre en el principio de no injerencia de los gobiernos en los contenidos de aquello que se auspicia. 
    La institución militar, en cambio, incluso en las naciones democráticas, toda vez que es la responsable de ejercer para el Estado el monopolio de la fuerza a través de las armas, es una organización piramidal, jerárquica y no deliberante. Basada en el principio de la obediencia y en aquel axioma de que "el superior siempre tiene la razón y más cuando no la tiene”.  Y debe ser así, de lo contrario imaginemos el el día cuando lleguen los marines, como se aguarda pacientemente desde hace 17 años, a un soldado raso informándole a su superior que quiere disparar su Kalashnikov con un toque ligeramente figurativo y no con el cinético que propone el Estado mayor. Sería un desastre. Ni el Chino Valera mora, ni Shakespare, mucho menos Alfred Jarry el autor de Ubu rey, ese alegato teatral contra sale poder sin límites, hubiesen sobrevivido en un aparato militar.
    Especulaciones aparte, el Estado mayor de la cultura ya existe en Venezuela. Fue presentado en sociedad la pasada semana y, por suerte, está conformado por civiles. Por reconocidos artistas e intelectuales que en su mayoría tiene una labor valorada desde la era democráticas, los tiempos del bipartidismo, por las instituciones culturales y universitarias con financiamientos, cargos, premios y giras internacionales, a través de organizaciones como el Inciba, el Conac, Foncine, Fundarte, la Cinemateca Nacional o las compañías de ballet.
    Sin embargo, quienes conformen el Estado mayor es un asunto secundario, el organismo nació con falla de origen. Porque, fue lo que nos enseñaron Pierce, Barthes, Bajtin, Eco o Chomsky, y entre nosotros Montejo y Cadenas, todos sabemos que las palabras no son inocentes. Que el lenguaje construye realidades, delata intenciones, le confiere sentido (connotación) y valor (denotación) a las relaciones humanas. No lo olvidamos: “En el comienzo fue el verbo”.   
    Y allí viene lo patético. Cuando desde el Poder político se impone el uso del lenguaje militar en los asuntos civiles es porque, elemental, está en marcha un proceso de militarización de la sociedad. No hay más. El término Estado mayor refiere, acudamos al DRAE, al “punto central donde deben determinarse y vigilarse todas las operaciones de (una división militar) según las ordenes comunicadas por el estado mayor general y el general comandante de ella”. Es un asunto bélico. No por casualidad el primer Estado mayor lo instauró en 1795 el general francés Luis Berthier para enfrentar la guerra con el ejercito italiano.
    Confieso que me resulta penoso imaginar una caricatura que muestre a un grupo de cineastas, arqueólogos, cantantes, pintores y bailarinas metidos en sus uniformes verdiolivas con charreteras formado parte de una junta de oficiales desde donde “determinan y vigilan todas las operaciones”. Podría ser risible. Si era un organismo consultivo ¿por qué no lo llamaron, por ejemplo, Ágora Cultural para recuperar el espíritu helénico de conversa en la plaza? Incluso, Consejo a secas, como el que recién ha convocado el presidente saliente para buscar salidas a la tragedia económica. 
    Viene al caso aquel verso del chino Valera Mora en Relación para un amor llamado amanecer cuando añora un planeta: “Donde no hay academias militares… Donde los últimos insidiosos escaparon por un túnel y cayeron al vacío”.  

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