Ednodio Quintero y los cuentistas venezolanos.
2/33: Julio Garmendia
“Su primer volumen de cuentos, ‘La tienda de muñecos’ (1927) contiene ocho relatos escritos antes de 1924 y en ellos muestra sus extraordinarios dotes de fabulador, con un lenguaje entre irónico y risueño y con veladas críticas a la sociedad”
Nació en El Tocuyo en 1898 y murió en Caracas en 1977. Cuentista absoluto. A contracorriente de las tendencias literarias de la época que apostaban por el realismo y el criollismo, Garmendia opta desde muy temprano por lo que pudiéramos llamar ficción pura en la vertiente fantástica, y esta postura lo convierte en un raro, una especie de agua fiesta, a decir verdad un adelantado, que será rescatado y reconocido por las generaciones posteriores. Su primer volumen de cuentos, La tienda de muñecos (1927) contiene ocho relatos escritos antes de 1924 y en ellos muestra sus extraordinarios dotes de fabulador, con un lenguaje entre irónico y risueño y con veladas críticas a la sociedad. Salvo algunas breves notas literarias publicadas en periódicos y revistas, Garmendia sólo escribió cuentos.
Luego de una primera estancia en Caracas, que se prolongará por diez años y en la cual nuestro autor se dedica esporádicamente al periodismo cultural, viaja a Europa en 1924 y toma la decisión de quedarse a vivir en ese continente. Es probable que con esa decisión estuviera alejándose sin mucho ruido del ambiente de atraso y sumisión que se respiraba en el país, sometido a la dictadura de Juan Vicente Gómez, que no se distinguía precisamente por su carácter civilizador. De temperamento tímido y reservado, amante y cultivador de la soledad, viaja por Francia, Bélgica, Alemania, estableciéndose en 1929 en Génova como Cónsul de Venezuela.
En 1939, en los albores de la II Guerra Mundial, regresa a su país, quedándose a vivir en Caracas. Fiel a su vocación de solitario empedernido, elige como residencia un cuarto de hotel de mediana categoría y ahí permanecerá, en compañía de una tropa de gatos, hasta su muerte treinta y ocho años después. No ejerce ningún trabajo conocido, vive de unas pequeñas pero seguras rentas familiares, sale muy poco y apenas se comunica con un grupo de amigos en una esporádica tertulia. En 1951 publica su segundo libro de cuentos, La tuna de oro, que mantiene el estilo preciso y juguetón, suave y sincopado del primero, aderezado en esta ocasión por una mirada compasiva hacia los seres que lo rodean. En vida publicó apenas los dos libros citados, obteniendo, sin embargo, el reconocimiento unánime de críticos, académicos y lectores, en particular por haberse adelantado varias décadas a su tiempo ya que se le considera, con justicia, como precursor de lo real maravilloso. En los últimos años se han publicado importantes valoraciones críticas de la obra de Julio Garmendia, así como recopilaciones de sus notas periodísticas y algunos cuentos inéditos entre los que destacamos los recogidos enLa hoja que no había caído en su otoño (1979). Un equipo dirigido por Oscar Sambrano Urdaneta, amigo y albacea de don Julio, se ocupa desde hace tiempo, con fervor y paciencia, de descifrar la enrevesada caligrafía de nuestro primer cuentista, descubriendo nuevos testimonios de sus viajes al País de la Imaginación.
Más allá de la contribución de don Julio Garmendia a la literatura nacional, su presencia entre nosotros constituyó un privilegio. Su vida casi monástica que respondía seguramente a una visión espiritual de la existencia, su hablar pausado, su sonrisa de niño feliz, su predilección por los animales y su aspecto de duende lo convierten en un personaje entrañable, ciertamente inolvidable. Su soledad no implicaba la misoginia, al contrario: al final de su vida se supo que había tenido una pareja estable durante más de treinta años, una persona muy amable y muy querida que lo sobrevivió. Una imagen se ha quedado grabada en mi memoria y me visita con frecuencia: la urna con los restos mortales de don Julio la tarde del velatorio, rodeada por una docena de gatos que lo custodian como esfinges.
Para un mejor conocimiento del concepto que Julio Garmendia tenía del cuento, y de la literatura en general, seleccionamos “El cuento ficticio”, una pieza breve que me atrevo a calificar de perfecta, en la cual el autor, con un lenguaje muy cuidado, pulcro, preciso y a la vez sugestivo, hace un sorprendente y por demás divertido elogio de la ficción. Esta pieza de pura ficción admite una segunda lectura: un fiel autorretrato de su autor.
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