Fe en Dios y en el pueblo
“Para comprender bien lo que representó Jacques Maritain ante la juventud del siglo XX es imprescindible colocarse dentro de la confusión ideológica y de la opresión fáctica que se operó en el mundo en la tercera y cuarta décadas del presente siglo”
Pocas cosas pueden ser más gratas al espíritu que volver la atención hacia un hombre como Jacques Maritain. Su vida ejemplar es fuente de permanente inspiración para perseverar en la lucha por elevados ideales y su pensamiento se ofrece como una coherente elaboración doctrinal, que ha servido y sirve hoy día con singular actualidad como marco de referencia para una política democrática de fundamento cristiano.
Maritain ejerció para toda una generación de latinoamericanos un magisterio de influencia extraordinaria. Las postrimerías del siglo XIX ya denunciaban el surgimiento de un nuevo espíritu dentro de la Iglesia Católica. El mensaje social del Papa León XIII había sacudido las mejores voluntades de la cristiandad y había iniciado el aggiornamentode la Iglesia en el mundo contemporáneo. Ese movimiento encontró en Jacques Maritain, en el siglo XX, un decidido impulsor que, dentro de una inspiración tomista, logró dar respuestas enérgicas y orientadoras a las cuestiones más modernas de un mundo convulsionado.
Para comprender bien lo que representó Maritain ante la juventud del siglo XX es imprescindible colocarse dentro de la confusión ideológica y de la opresión fáctica que se operó en el mundo en la tercera y cuarta décadas del presente siglo. El ocaso de la democracia liberal, cuyas deficiencias opacaban sus innegables realizaciones en la existencia humana, parecía señalar el término de la democracia misma. En lo político, más que la evaluación de la libertad individual, de las garantías constitucionales, del derecho a la expresión del pensamiento y al ejercicio del sufragio, se señalaba la teorización excesiva, la fobia implacable interpartidista, la artificiosidad numérica de la regla de la mitad más uno y la inadecuación de los mecanismos formales a las nuevas realidades que emergían en la sociedad industrial. En lo económico, por sobre lo prodigioso de los inventos, el brillo de las grandes obras, la maravilla de las comunicaciones (inalámbricas, ferroviarias, marítimas y aéreas), se hacía sentir la miseria y el atraso de grandes colectividades humanas, el régimen esclavista que mantenía la explotación sistemática de pueblos por pueblos y de sectores sociales por sectores sociales, y las crisis con su pavorosa recurrencia, que venían a inundar en etapas de pretendida superproducción la realidad de un mercado injustamente desequilibrado e insuficientemente atendido para llenar las necesidades de los hombres. Pero, sobre todo, en lo social: en lo social, donde se hacía cada vez más patente la opresión como resultado de la libertad, la miseria como compañera de la opulencia, el odio con sus mil cabezas, apareciendo en todas partes en vez de la suspirada fraternidad.
Para embrujar la juventud, inundaban a Europa dos atrayentes espejismos. El espejismo comunista, encendido a través de su férreo dogmatismo, vibrante en su mensaje de destrucción de una civilización decadente, de arrasamiento de un orden social injusto, de destrucción de estratos sociales y de países privilegiados aferrados al mantenimiento de un estado de cosas cada día más carente de prestigio. Y el espejismo fascista, dirigido a atraer a los sectores juveniles que frente al comunismo mantenían una posición intransigente, a los que repudiaban la interpretación materialista de la historia, a los que no aceptaban considerar la religión como el opio del pueblo, a encender entusiasmo en los que se sentían movidos por un nacionalismo irreductible, cuyos valores se oponían a los que se suponían destinados a borrar las fronteras y a negar la patria al compás de lo internacional. Las ceremonias brillantes del fascismo, los uniformes trasmitiendo una sensación de multiplicación y disciplina, las grandes realizaciones materiales en países que poco antes aparecían destruidos, la desafiante voz con que los vencidos de ayer denunciaban los tratados de paz impresionaban a muchos, sin que advirtieran en su venenosa propaganda la destrucción de la persona, la iniquidad de los odios raciales, el menosprecio a las grandes conquistas de los derechos ciudadanos, la imposición brutal e inescrupulosa de la fuerza y la tendencia incontrolable hacia la guerra, el frenesí y la destrucción.
Frente a una juventud atormentada por la dilematización entre el comunismo y el fascismo, aprisionada entre dos polos cuyo magnetismo crecía con el poder y se propagaba por una literatura llena de seducción y arrastre, el pensamiento cristiano buscaba hacia su fuente pura, encontraba en los documentos pontificios una orientación luminosa para las soluciones sociales, pero tenía que remontarse muy atrás en la búsqueda de principios ya olvidados y menospreciados, para encontrar un pensamiento político capaz de enfrentarse con éxito a los doctrinarios radicales de la izquierda y de la derecha. Fue entonces cuando Maritain, con su figura ascética, con su palabra suave, con su corazón hecho de amor para los hombres y realizado en una unión conyugal que fue símbolo de solidaridad entre las razas y de cooperación en los más altos niveles del espíritu, recio en su adhesión a los principios, profundo en el buceo de los manantiales más claros y fecundos para la interpretación del hombre, de la historia y del cosmos, empezó a llenar con noble contenido las inquietudes de las nuevas generaciones, a borrar sus dudas con la diafanidad de su razonamiento y a colmar de esperanzas a quienes consideraban a la persona humana creada para un destino superior y necesitaban un bagaje moderno y eficaz para combatir los extremismos ideológicos; extremismos cuya finalidad, al fin y al cabo, era la de reducir al ser humano a una pieza de maquinarias descomunales, destruir la dignidad de la persona y arrancarle el impulso a lo alto que el cristianismo le imprimió como razón primordial de su existencia.
Conocí a Maritain por vez primera, durante la Segunda Guerra Mundial, un día del verano de 1942. La tragedia de Europa le había aventado a buscar asilo en este hemisferio, donde encontró hogar como el que le ofreció la Universidad de Princeton. Lo mismo había ocurrido a otros muchos, entre ellos Sturzo, a quien no pude ver entonces porque se hallaba más lejos todavía. Maritain asistió a una de las reuniones que en una gira por distintas ciudades norteamericanas promovió la Conferencia Católica de Bienestar Social para realizar un seminario sobre la paz social en las Américas. Para la juventud venezolana Maritain era, prácticamente, un desconocido.
Yo era apenas un joven Diputado, antiguo luchador estudiantil, invitado para reunirme con un grupo de hombres de mucho más edad, representación y formación que las mías. Mi contacto con el filósofo fue apenas pasajero. El era de los principales firmantes de un manifiesto en que cristianos europeos ratificaban su fe en la democracia. Y las palabras que de él escuché no fueron otra cosa que la ratificación de ese principio: aquella impresionante fe en la democracia, arraigada en la más profunda filosofía; democracia cuyo contenido no se agota en los mecanismos formales, sino que arranca de la dignidad de la persona humana y hace del pueblo una entidad orgánica, verdadero sujeto de su destino.
En plena crisis, el mensaje de Maritain fue una luz encendida entre las sombras.
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