Pittsburg, Estados Unidos, 4.30 de la tarde, cinco grados. Madrid, nueve y media de la noche, ocho grados. Israel, diez y media de la noche, 15 grados. En Venezuela, desde donde nadie habló, eran las tres y media de una tarde nublada con 27 grados. Todo ocurrió al mismo tiempo en cuatro países y, a la vez, en ninguno. Lo que se dijo, se dijo en la red… ese lugar al que van los deseos, trasegados y confundidos con la omnipotencia de la que gozan los dioses y los fantasmas. El martes 14 de enero de 2014, cuatro venezolanos –Israel Centeno, Juan Carlos Chirinos, Juan Carlos Méndez Guédez y Liliana Lara–, todos ellos de edades distintas –uno de 55; dos de 47 y una de 43–, se sentaron frente a la pantalla de un ordenador. ¿Qué les unía además de una ciudadanía y una conexión a Internet? Tres cosas. Un oficio: los cuatro son escritores. Una condición: los cuatro viven fuera del país. Y un tema: el exilio, esa vida –acaso esa otra forma de escribir– que supone reinventarse lejos del lugar de origen.
Titulado como Exile Hangout, el conversatorio en línea fue convocado por la revista digital Sampsonia Way, editada por City of Asylum, una organización radicada en Pittsburgh que se dedica a dar apoyo a aquellos escritores amenazados por sus opiniones y textos. Esta no ha sido la primera entrega. Ya hubo una anterior, en 2013, con escritores y creadores cubanos –exilados, por supuesto– en ocasión de una antología literaria que recogía sus textos. El motivo de este segundo encuentro, aunque travestido en ocupación y preocupación literaria, se vio envuelto en el espíritu del anterior: el quehacer de quien decide –o es obligado a decidir– marcharse.
Más de medio millón de venezolanos vive hoy fuera de Venezuela, la cifra más alta en la historia de un país que acumula apenas dos siglos de vida como República y que ha experimentado en los 15 años del proyecto político del chavismo un lento, progresivo y doble desangramiento: el que ocurre puertas adentro y el que se derrama en Maiquetía. De esa percha se sujeta esta reunión sin mesa ni territorio. De ese gancho cuelga esta crónica, acaso imposible, de lo dicho en cuatro ciudades distintas. Y aunque hay algo de paliativo, acaso ortopédico, en este debate en línea, –incluso en el propio gesto de reseñarlo– una necesidad más potente sutura la cicatriz que semejante simulacro supone: el país, idiota; que diría Miyó Vestrini. Sí, el país, eso que urge entender.
La conversación comenzó como los festines de pan duro: atragantándose. Las palabras, aunque podrían, no siempre son sinónimas y esconden, como la vida de quienes las usan, matices. Ninguno de los convocados salió de Venezuela al mismo tiempo, tampoco por las mismas razones. Chirinos y Méndez Guédez partieron hace casi veinte años. Liliana Lara hace diez. Centeno apenas dos. Y son esas diferencias –ignoradas, imperceptibles para quienes escuchan– las que se cuelan como una carraspera en el auditorio de la banda ancha.
El escritor Israel Centeno, moderador del Hang Out, fue el primero en hablar. Y lo hizo no con una sino con varias interrogantes. ¿Qué adjetivo escoger para dar nombre a quienes se marchan? ¿Exilados? ¿Extranjeros? ¿Migrantes? ¿Asilados? ¿Diáspora?, preguntó en voz alta recorriendo con los ojos un teclado invisible que le entierra la mirada en una esquina de la pantalla. Centeno, quien vive en Estados Unidos desde 2012 luego de haber sufrido agresiones físicas y amenazas contra él y su familia por motivos políticos, colocó esas palabras en el aire sin aludir ni en una ocasión a las razones que explican por qué está sentado, él también, frente a ese monitor que no mira de frente y en el que se reflejan en miniatura sus otros interlocutores. Liliana Lara, quien vive en Israel desde el año 2002, respondió en un primer turno: “Yo no me considero una exilada política. Me fui mucho antes de que todo estallara, quizás por otras razones, aunque sí considero que la lectura de la diáspora es política”.
“Yo salí en 1997 como estudiante, no como exilado. Ahora, cuando regreso a Venezuela me siento como un exilado y en España me siento como un inmigrante”, responde Chirinos, desde Madrid, apretado en una pantalla de video. “En Venezuela –agrega, desde otra cajita, Méndez Guédez– existe un exilio real. Hay asilados, también presos políticos, porque los hay. Esas listas negras, también las del mundo cultural, existen. Yo estoy orgulloso de pertenecer a ellas, porque no canto alabanzas a una revolución llena de muerte. Existen también los exilios voluntarios, como aquellos en los que Mutis y Bryce escribieron sus obras. El problema es que la palabra exilio ha cambiado”. Un salto en la conexión crea un hueco. Chirinos toma la palabra para redondear un concepto que podría parecer blando o informe –desprovisto de su gravedad original– en un mundo donde ya no se envían cartas ni la gente cruza el mar en vapores, y que sin embargo muta en algo más complejo. “Morfológicamente, Venezuela parece una democracia, pero en verdad pone en marcha una serie de métodos que obligan a quienes viven en ella marcharse”, dice.
Y una idea brota entre los cuatro, la misma: en Venezuela, los verdaderos exilados no están fuera sino dentro. Son los que viven en espacios reducidos, asfixiantes; sitios que ya no son tales; calles en las que ya no caben todos. “Antes de salir de Venezuela, ya yo sentía que no estaba en mi país. Los venezolanos que viven en Venezuela están, en realidad, más exilados que aquellos que están fuera”, dice Israel Centeno, que intenta empujar la conversación, sacarla de un callejón y conducirla a otro en el que quepa la idea de la literatura venezolana. Sin embargo, un tema más denso insiste, se fija, estalla en otras preguntas –en el fondo apretadas en la misma cuestión: la pertenencia–.
¿Estando fuera se puede opinar de lo que ocurre en el país? ¿Tuvo sentido, para algunos, tender puentes –cuando era posible–? ¿Cómo se ejerce la ciudadanía en un país que invisibiliza a quienes disienten? La conversación se anega, se trepa, reproduce un cuarto imaginario en el que el agua llega al techo. Se superponen temas –patria, país, pertenencia, derechos, distancia– o acaso uno solo, atravesado por aguijones que hacen todavía más difícil definir qué es esta diáspora que todo lo impregna –que vacía hogares y crea familias de Skype– y que recientemente ha reunido sus testimonios literarios en la antología Pasaje de ida (Alfa, 2013).
“Desde la radicalización de 2002, cuando se comenzó a hablar, como los maoístas, de Revolución Cultural, y después de los episodios de Llaguno, me di cuenta de que gobierno y Estado en Venezuela eran una misma cosa, así que decidí que nunca participaría en una evento realizado por el gobierno (…) Por eso creo en ese otro país de libreros, editores, estudiantes, profesores y ciudadanos que crean, que hacen otras cosas, que resisten (…) Y por eso no me gustan los discursos épicos ni truculentos sobre el exilio. Yo estoy fuera, pero desde fuera también se construye país, ese que todavía nos pertenece. Y mi actitud consiste en la celebración de esa Venezuela en la que se crean y se hacen cosas, esa Venezuela en la que hay plátanos fritos”, dice Méndez Guédez refiriéndose a la anécdota del texto con el que participó en Pasaje de ida y que se recrea en un sabor, una sensación, una dulzura tan potente como lo es, a veces, la melancolía.
Una larga lista de preguntas de internautas se acumula. ¿Es más complicado publicar fuera de Venezuela? ¿Existe una literatura venezolana visible en el exterior? ¿Interesa a los departamentos de estudios literarios lo que los venezolanos han escrito y escriben? Liliana Lara habla de una invisibilidad completa –idiomática, prácticamente– de las letras criollas en Israel. Chirinos y Méndez Guédez hablan, sí, de una literatura venezolana cada vez más apreciada en España a pesar de no gozar de canales ni espacios oficiales para darse a conocer –o incluso teniendo que sobrevivir a la invisibilización a la que la somete los que ya existen–. La noción del escritor exiliado como dueño de una obra a la vez que divulgador de una tradición literaria aparece, se perfila, se hace clara. Sin embargo, otra, acaso la más lúcida, estalla en la boca de Israel Centeno.
La precariedad que supone la distancia hace necesaria una tradición –acaso antes denostada por sus propios herederos– que hoy sirve de ropaje y escudo. Se trata de algo tan reñido con la pertenencia como con la visibilidad. Otros países –Argentina, México, Colombia, Perú– entienden y usan a los escritores que les precedieron –incluso a las generaciones anteriores pero todavía activas– como un árbol genealógico que los explica y los sitúa y cuya existencia grupal supone una forma de avanzar en lugar de una competencia entre iguales. Esa, insisten, es una realidad cada vez más obvia y necesaria producto de un aprendizaje forzado. Más claro no pudo decirlo Centeno: “Hemos dejado de ser parricidas, estamos aprendiendo a nombrarnos”. Acaso por necesidad –u orfandad– la distancia corrigió la miopía literaria patria.
En el reloj de la barra de herramientas marca el tiempo de una hora que no es la misma para quienes conversan, pero que avanza y se consume para todos por igual –los minutos, como el oxígeno, arden de la misma forma en todas partes–. En Pittsburg, son ya las seis. En Israel, las doce. En Venezuela, desde donde nadie habló, son las cinco de una tarde, todavía nublada, con 27 grados. En Madrid son casi las doce y todavía hace frío. Los cuatro escritores han dado por cerrado el debate después de una despedida rápida y sin aspavientos. En la pantalla del ordenador la caja de vídeo del youtube se queda oscura, apagada, ausente, bobalicona. El cursor tartamudea, necio, en el documento de Word. La página parece más blanca hoy que otras veces. El teclado ametralla una idea, sólo una, en el folio: diáspora. Nunca, como esta noche, una palabra fue tan confusa ni una madrugada tan fría.
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