Casa de la Estrella. Donde nació la República libre y soberana de Venezuela en 1830.

Casa de la Estrella. Donde nació la República libre y soberana de Venezuela en 1830.
Casa de la Estrella, ubicada entre Av Soublette y Calle Colombia, antiguo Camino Real donde nació la República libre y soberana de Venezuela en 1830, con el General José Antonio Páez como Presidente. Valencia: "ciudad ingrata que olvida lo bueno" para el Arzobispo Luis Eduardo Henríquez. Maldita, según la leyenda, por el Obispo mártir Salvador Montes de Oca y muchos sacerdotes asesinados por la espalda o por la chismografía cobarde, que es muy frecuente y característica en su sociedad.Para Boris Izaguirre "ciudad de nostalgia pueblerina". Jesús Soto la consideró una ciudad propicia a seguir "las modas del momento" y para Monseñor Gregorio Adam: "Si a Caracas le debemos la Independencia, a Valencia le debemos la República en 1830".A partir de los años 1950 es la "Ciudad Industrial de Venezuela", realidad que la convierte en un batiburrillo de razas y miserias de todos los países que ven en ella El Dorado tan buscado, imprimiéndole una sensación de "ciudad de paso para hacer dinero e irse", dejándola sin verdadero arraigo e identidad, salvo la que conserva la más rancia y famosa "valencianidad", que en los valencianos de antes, que yo conocí, era un encanto acogedor propio de atentos amigos...don del que carecen los recién llegados que quieren poseerlo y logran sólo una mala caricatura de la original. Para mi es la capital energética de Venezuela.

domingo, 25 de septiembre de 2011

Lectura Tangente
NOTITARDE 24-09-2011 | 

Lecturas para comprender nuestra crisis de nación

/ANTONIO SANCHEZ GARCIA
  • maño
"Cuando rezamos, hablamos con Dios. Cuando leemos, es Dios quien habla con nosotros"
San Agustín
1
Mientras cumplía su injusta condena de casa por cárcel, visité poco antes de su partida del país a Carlos Andrés Pérez en su quinta La Ahumada. Sin ser por entonces un seguidor suyo, lo había visitado varias veces desde que se viera obligado a dejar la presidencia. Pero en esta ocasión mi objetivo no era intercambiar ideas sobre la tragedia venezolana y el tenebroso panorama que, estábamos absolutamente convencidos, se cerniría sobre nuestra bien amada Venezuela si el golpismo coronaba con éxito la aventura iniciada el 4F. Como en efecto. "Lo he venido a visitar, presidente," - le dije cuando apareció al cabo de un rato de espera impecablemente vestido de traje azul y su obligatoria corbata de seda-, "para regalarle un libro. Lo va a necesitar para que lo acompañe en su obligado exilio."
Para su sorpresa, el libro que le llevé en aquella última ocasión no fue un best seller de lectura masiva como los que se encuentran en los automercados sino un clásico de Platón, el Critón, uno de los diálogos socráticos más estremecedores y actuales de una obra de dos mil quinientos años de antigüedad. Más que el obsequio de un libro, era mi modesto homenaje a su coraje, a su temple y a su grandeza. Critón, como se sabe, era un riquísimo potentado ateniense y amigo del gran filósofo Sócrates (470-399 A.C.), a quien visita horas antes del cumplimiento de su injusta condena a muerte con un único e imperativo objetivo: convencerlo de escapar de la prisión y salir al destierro. Con lo cual, le aseguraba Critón, le haría un inmenso bien a Atenas, a su familia y a sus amigos, que lo tenían en altísima estima. Sobornar a un guardia para que dejara escapar a un prisionero no era por entonces nada inhabitual, y de no hacerlo -argumentaba Critón- lo culparían a él por no haber auxiliado con su inmensa fortuna a su venerable amigo y maestro.
La respuesta socrática, obtenida de los labios de Critón mediante su famosa mayéutica –el dialéctico parto de las ideas- , es un modelo de grandeza y ética política: es obligación de un hombre sabio respetar la justicia, aún si por una torcida interpretación o por viles y bastardos intereses se desliza hacia el turbio territorio de las injusticias. Vivir bien es vivir de acuerdo a los principios éticos, a la honra, al deber ciudadano. Y nada sería más pernicioso para el bien de Atenas que él, Sócrates, que ha sentado dichos principios, los conculcara arrastrado por el temor, la cobardía o la inmoralidad. Era ese mismo sometimiento a la justicia, así estuviera cometiendo un atropello, la que trasuntaba en la decisión de nuestro coterráneo de Rubio de aceptar beber hasta la última gota de la cicuta que la conspiración y la intriga de los notables ponían en sus labios.
2
Pocos libros más recomendables para fortalecer el temple y el espíritu de un hombre público en tiempos tormentosos que ese breve y conmovedor diálogo Platónico. Lo recomendaría, para el caso que vivimos, junto a otras obras de ilustres venezolanos que me parecen de imprescindible lectura para quien pretenda templarse en el combate contra el régimen imperante y comprender las verdaderas razones de sus iniquidades. Particularmente a quienes son víctimas de sus más flagrantes violaciones a los derechos humanos, nuestros presos políticos. Hay una de esas obras, verdaderamente estremecedora, que narra las honduras del sufrimiento causado por la vesania del tirano: Memorias de un venezolano de la decadencia, de José Rafael Pocaterra. Escrito bajo las más difíciles e infamantes condiciones en las mazmorras de Juan Vicente Gómez y publicado originalmente entre 1923 y 1926 en forma de capítulos en "La Reforma Social", revista fundada en Nueva York por Orestes Ferrara y Jacinto López, en la que condensa "toda su indignación, todos sus recuerdos de las cárceles, de las campañas políticas contra la dictadura, de los sucesos que han caído sobre Venezuela en estos últimos cinco lustros". Es allí, en esos gobiernos de Cipriano Castro (1898-1908) y Juan Vicente Gómez (1909-1935) que se encontrarán las verdaderas raíces del régimen imperante. Por forma y fondo, por estilo y ejecutorias de su principal ejecutor. Y no, como pretende la mitología golpista, en Ezequiel Zamora y la Guerra Federal.
Un excelente complemento para comprender esas raíces del aventurerismo caudillista, de la logorrea presidencial y del desenfado obsceno y corrompido en el manejo de la cosa pública que caracterizan al teniente coronel y sus huestes, se encuentra en otra obra extraordinaria de obligatoria lectura, no solo para un político venezolano de esta decadencia, sino para cualquier venezolano ilustrado: Los años de Cipriano Castro, de Mariano Picón Salas. Editada en 1953, este brillante recuento de una época "en irracional crecimiento caótico" en la que "los caudillos encarnan vagos mitos colectivos" y "se actúa más por impulso mágico que por deliberación lógica", en la que el pervertidor de la moral pública "no es más culpable que los que le asesoran o le sirven". Si con esas razones escritas por Picón Salas y como dictadas para describir lo que sucede ahora mismo, a un siglo de distancia de esos lejanos hechos, no bastara, agrega otra cualidad que pareciera premonitoria: "si este cuadro de la Nación… dista mucho de ser edificante, acaso ofrezca el efecto catártico de todas las tragedias."
Otra extraordinaria obra indispensable para comprender nuestro pasado y evitar, como señalaba con justeza el pensador español George Santayana, correr por desmemoriados el riesgo de repetirlo, es la excepcional de Ramón J. Velásquez, La caída del liberalismo amarillo. No solo porque nos muestra las luces y las sombras de medio siglo de vida política venezolana, sino porque al hacerlo desvela los trágicos parentescos entre aquellos años turbulentos y los que hoy transcurren. Y que nos mueven a volver a repetirnos la vieja y aterradora sentencia del Cohélet hecha bíblica en el Eclesiastés: "no hay nada nuevo bajo el sol".
3
Hay otra obra cercana en estilo y profundidad a esta bellísima historia del tiempo y drama de Antonio Paredes –egregia y noble figura de esa rara avis de estos trópicos, un idealista venezolano– descrita por Velásquez en La caída del liberalismo amarillo. Me refiero a una de las cumbres de la historiografía venezolana, Guzmán, elipse de una ambición de poder, del historiador, periodista y diplomático Ramón Díaz Sánchez (1903-1968).
Son obras esenciales, de rápida y entretenida lectura, que entregan suficientes materiales para comprender nuestros idiosincráticos desvaríos, nuestras taras, malos hábitos, errores y también nuestras grandezas. La historia de Antonio Leocadio Guzmán y su hijo Antonio Guzmán Blanco, que constituyen el foco de la visión que el genial escritor nos entrega de ese largo medio siglo de desvaríos y desencuentros con que Venezuela da inicio a su andadura republicana es, en más de un aspecto, esencial para comprender el entretejido de poder, oportunismo político, arribismo y enriquecimiento ilícito, esa tan peculiar simbiosis de política y criminalidad, de caudillismo y trapacerías que han caracterizado la historia política venezolana desde sus mismos orígenes. La publica en 1950, a sus 47 años de edad, y en momentos que son propicios para hacer el balance de una historia que parece enrumbarse finalmente por la senda del progreso y el desarrollo. Como escribiría el propio Picón Salas, a poco andar en plenitud el ya viejo y tormentoso siglo XX. Guzmán Blanco llegó, aparentemente de la nada y gracias a su habilidoso encumbramiento al Poder, a ser el suramericano más rico de París, en donde pasará gran parte de su tiempo al alejarse del poder por voluntad propia o ajena. Su tramitación en el manejo de un crédito londinense durante el gobierno de Falcón que representó como comisionado ante el gobierno británico le reportó de la nada y a escasos 34 años unas ganancias que a precio actual debían alcanzar la estratosférica cifra de más de 200 millones de dólares. Su padre, Antonio Leocadio, hijo natural de un sargento español y una criolla vendedora de chucherías que rondaba los cuarteles, supo encumbrarse a las más vertiginosas alturas del poder y aunque jamás ejerció la primera magistratura directamente supo navegar en las ponzoñosas aguas de la alta política desde muchacho, entrando por la puerta grande a la godarria caraqueña al casarse con una sobrina de Bolívar poco apetecible, pero Blanco y de alcurnia. ¿Cuántos Leocadio pululan en el entorno del actual mandatario? ¿Cuántos pagan con cárcel por pretendidos braguetazos a costas del teniente de paracaidistas? ¿Cuántos intrigantes enriquecidos a la sombra del Poder sostendrían la comparación? Guzmán Blanco quiso repetir la hazaña con una de las nietas del presidente Monagas, quien le trancó el paso. Por allí anda uno de los émulos de Antonio Leocadio, él mismo hijo y padre de ladrones que se le aproxima en su bizarro periplo por las sentinas de nuestra turbia y celestina vida política, aunque ni él ni muchísimo menos su hijo son dignos de ser comparados con el talento de los dos Guzmanes.
Son las primeras lecturas que le recomendaría a jóvenes políticos con ambiciones y excelente ranking en las encuestas, pero necesitados de la suficiente preparación intelectual como para aspirar a dirigir los altos designios de la Patria. Preparación y cultura sin las cuales verse de pronto en el rol de primer magistrado de una República a la deriva y en bancarrota puede provocar serios quebrantos. Para conocer el país no basta con recorrerlo geográficamente: hace falta también y sobre todo hacerlo históricamente. Seguimos siendo lo que fuimos. Nos quedan en el tintero grandes obras de nuestro pensamiento político, de las cuales posiblemente la más influyente para explicarnos la República liberal democrática que naufraga con el asalto al poder de la barbarie sea el magistral ensayo de economía y sociología política Venezuela, política y petróleo, del padre de nuestra democracia Rómulo Betancourt, escrita precisamente al promediar el siglo como las reseñadas, pero con la vista puesta en el futuro. Serán motivo de otras recomendaciones.
E-mail: sanchezgarciacaracas@gmail.com
Twitter: @sangarccs

No hay comentarios:

Publicar un comentario