Casa de la Estrella. Donde nació la República libre y soberana de Venezuela en 1830.

Casa de la Estrella. Donde nació la República libre y soberana de Venezuela en 1830.
Casa de la Estrella, ubicada entre Av Soublette y Calle Colombia, antiguo Camino Real donde nació la República libre y soberana de Venezuela en 1830, con el General José Antonio Páez como Presidente. Valencia: "ciudad ingrata que olvida lo bueno" para el Arzobispo Luis Eduardo Henríquez. Maldita, según la leyenda, por el Obispo mártir Salvador Montes de Oca y muchos sacerdotes asesinados por la espalda o por la chismografía cobarde, que es muy frecuente y característica en su sociedad.Para Boris Izaguirre "ciudad de nostalgia pueblerina". Jesús Soto la consideró una ciudad propicia a seguir "las modas del momento" y para Monseñor Gregorio Adam: "Si a Caracas le debemos la Independencia, a Valencia le debemos la República en 1830".A partir de los años 1950 es la "Ciudad Industrial de Venezuela", realidad que la convierte en un batiburrillo de razas y miserias de todos los países que ven en ella El Dorado tan buscado, imprimiéndole una sensación de "ciudad de paso para hacer dinero e irse", dejándola sin verdadero arraigo e identidad, salvo la que conserva la más rancia y famosa "valencianidad", que en los valencianos de antes, que yo conocí, era un encanto acogedor propio de atentos amigos...don del que carecen los recién llegados que quieren poseerlo y logran sólo una mala caricatura de la original. Para mi es la capital energética de Venezuela.

viernes, 27 de marzo de 2015

Yo, el antimperialista por Antonio Sánchez García Tomado de: RUN RUN ES 26/03/2015

El  Carabobeño 31 marzo 2015

Fernando Luis Egaña || La telaraña de Fidel

flegana@gmail.com
Cuando se hizo con el poder en la isla antillana, en la Casa Blanca estaba Dwight Eisenhower, el viejo héroe de la Segunda Guerra Mundial. De entonces para acá, por la casona de la avenida Pennsylvania han pasado los presidentes John F. Kennedy, Lyndon Johnson, Richard Nixon, Gerald Ford, Jimmy Carter, Ronald Reagan, George Bush, Bill Clinton, George W. Bush, y desde el 2009, Barack Obama. Y él sigue con el supremo poder de la isla, aunque el hermano ocupe sus antiguos cargos.
En esos comienzos de 1959, en los que empezó a imperar con mano de hierro en la isla antillana, en el Kremlin se encontraba mandando Nikita Kruschov, el sucesor de José Stalin. De aquella época hasta el presente, esos palacios moscovitas han albergado a los jefes soviéticos Leonid Brezhnev, Yuri Andropov, Konstantin Chernenko y Mijail Gorbachov; y a los presidentes rusos Boris Yeltsin, Valdimir Putin, Dimitri Medvedev, y de nuevo Putin.
Al iniciar su longeva dictadura, en 1959, el Papa era Pío XII, sucedido por Juan XXIII, sucedido por Paulo VI, sucedido por Juan Pablo I, sucedido por Juan Pablo II, sucedido por Benedicto XVI, sucedido por Francisco. Y él sigue en lo suyo. Maquinando y disponiendo para seguir conservando el poder que lleva ejerciendo a lo largo de más de 56 años. Dos y medio más de los que tiene Obama en este mundo...
Todo ello significa que su sapiencia del poder no le viene sólo por diablo sino por viejo. Nadie en el mundo sabe tanto como él de las mañas para la sobrevivencia política. Nadie. Sin un ápice de escrúpulos en sus entendederas y con una voluntad despiadada contra los que supongan una amenaza real o potencial a su poder, lleva ya todo el siglo XXI dedicado a desplegar un proyecto de dominación en un país que siempre apeteció, pero que no pudo conquistar mientras la democracia estuvo defendida por los estadistas que concibieron y establecieron la República Civil.
La oportunidad histórica, siempre tan codiciada, se le presentó con un demagogo veleidoso que encontró quilla en sus consejos de diablo viejo. Y le ha sacado tanto provecho a la oportunidad, que se ha servido a sus anchas de los recursos de ese país, depredándolo sin demasiado disimulo y facilitando que otros también lo depreden, para que la complicidad se haga bisagra de la dominación.
El truco, por así decirlo, es que esa dominación despótica tenga una fachada democrática. Porque mejor que un despotismo con cara de dictadura, es un despotismo con fachada de democracia. Es la fórmula perfecta. Tanto que muchos de los oponentes del despotismo, son de los que más se empeñan en mantener esa fachada. Y mientras ésta esté en pie, la dominación puede seguir su curso, así sea cada vez más destructivo.
El largo tiempo que ha transcurrido de Eisenhower a Obama, no ha pasado en vano para la habilidosa experiencia del mandamás de la isla antillana y también, desde 1999, del país siempre codiciado. Es él quien está al otro lado del tablero. No las figuras que truenan sus consignas y ejecutan sus dictados. Por eso las cosas se hacen tan difíciles. No es que lo parezcan, es que lo son. Pero difíciles no significa imposibles. Superar esta tragedia es posible y para ello es necesario apreciar y encarar la realidad como es, no como la telaraña de Fidel la pretende hacer ver.

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El odio cainita, psicopático, enfermizo de Fidel Castro contra Estados Unidos se ha saldado con las peores y más aterradoras desgracias para la América Latina de los últimos sesenta años. Medio siglo perdido. Con un epílogo pesadillesco: la Venezuela chavista. Y un colofón de espanto: un continente enceguecido por su izquierda radical. Acompasada por la cobardía y concupiscente pusilanimidad de unos sectores democráticos rehenes del castrismo a lo largo y ancho de América Latina. De la que ni las sotanas se salvan.
A Carlos Alberto Montaner
Soy latinoamericano genéticamente puro, con un ADN comunista, una educación sentimental de la más rancia izquierda marxista, una intensa pasantía por la ultraizquierda guevariana y el descenso a los infiernos de una dictadura militar que enfrentó, derrotó y aplastó –por un par de generaciones– toda mi conformación ideológico-cultural. He allí el currículo de un latinoamericano típico que vivió dos tercios del siglo XX y todo lo que va corrido del XXI aprisionado en sus rencores atávicos. De entre ellos el más tenaz e impenitente: el antimperialismo norteamericano.
A pesar de mi formación académica, de mis estudios de posgrado en una universidad alemana, de mis labores como catedrático e investigador en terrenos que me familiarizaron con la historia y la filosofía universal y me llevaron al dominio de varios idiomas, tanto como para considerarme un hombre medianamente culto y haber escrito varios libros que van desde la historia a la literatura, no hablo inglés. Y lo leo con tantas dificultades, que prefiero ahorrarme el dolor de cabeza de siquiera intentarlo. Me ha impedido disfrutar de un idioma maravilloso, alguno de cuyos cultores admiro ilimitadamente.
He amado a Marguerite Yourcenar, a Michel Butor, a Sartre, a Claude Simon, a Camus, a Michel Foucault, a Stehndal y a Flaubert, a quienes por supuesto he leído en francés; a Goethe, a Hofmannstahl, a Heine, a Brecht, a Thomas Mann, a Hermann Hesse, a Kant y a Hegel, a todos los cuales he leído naturalmente en alemán. Pero debo confesar que ni a Shakespeare, ni a Joseph Conrad, ni a Hemingway, ni a Laurence Durrel, ni a Virginia Wolf ni a Edgar Allan Poe, ni a Salinger ni a Scott Fitzgerald ni a todos los autores norteamericanos de la novela negra, a quienes he admirado con devoción, los he leído en inglés. Debí conformarme con leerlos en español. O en francés o en alemán. Peor para mí. Traduttore traditore…
La razón puede ser banal, pero me ha entorpecido toda una vida en mi relación con una cultura y unas naciones a las que he aprendido a admirar profundamente y a las que les agradezco no haber caído en las garras de las más odiosas tiranías inventadas por el hombre: el totalitarismo nazi y el totalitarismo bolchevique. Me refiero a Inglaterra y a Estados Unidos. A cuyos pueblos y gobiernos debemos habernos salvado del holocausto universal, el terror nazi y el archipiélago del terror estaliniano. Posiblemente, incluso, de una guerra nuclear y el fin de la especie.
Mi padre era comunista, como todos nosotros, sus siete hijos, y aunque le encantaba tomar en su taxi a algún norteamericano de pasajero y llevarlo a casa para aprender a champurrear algunas palabras –my wife, this is my House, these are my childrens, seat down and thank you– sentía un odio visceral por el imperialismo norteamericano, por Estados Unidos, por todo lo que fuera u oliera a yanqui. Como, por cierto, todos o casi todos los chilenos. Lo que no le impedía en absoluto adorar a John Wayne, a Errol Flyn, a Humphrey Bogart y a Edward G. Robinson, al que le encantaba parecerse. Pues, extraña contradicción, amaba el cine, el de Hollywood, y detestaba las películas mexicanas. No se hable de las franquistas.
En él el antimperialismo era militante y sin condiciones. Como en todos sus semejantes, como en toda la izquierda chilena y el universo popular en que nos movíamos. Algo que, por entonces, nos diferenciaba profundamente de la cultura y los sentimientos caribeños que vine a conocer muchos años después. En Chile el beisbol nunca ha existido. La Florida queda a miles de kilómetros. Y antes de asomarnos a Cayo Hueso tendríamos que sobrevolar los Andes de cabo a rabo, pasar por sobre Perú, parte de Bolivia, Ecuador, Colombia, Venezuela y el Caribe. Jamás como Venezuela, cultura petrolera y, por lo tanto, cultura del “Black Gold” que lleva toda su historia asomada al “Norte”. “Me fui para Nueva York, en busca de unos centavos…”.
Ya en la universidad conocí un odio más sofisticado contra Estados Unidos: eran simplemente brutos. Matones, prepotentes, balurdos, insensibles, feos, estúpidos. La antinomia de los europeos: finos, cultos, delicados, sensibles, exquisitos. No importa si franceses, italianos, alemanes o ingleses. Pero los ingleses, como los españoles, nos habían colonizado a comienzos de siglo y eran intrigantes, pérfidos, imperialistas, aunque ya de retirada y más sutiles. Los gringos, simplemente bárbaros. La neobarbarie de la tecnología, el rendimiento, time is gold, money, money, money. Aquella a la que Heidegger le dedicó sus más profundos rencores. Y Sartre los suyos. The ugly American…
De modo que me desentendí del inglés hasta que ya era muy tarde como para rectificar mis prejuicios. Peor aún; muchos de ellos encontrarían asideros en la crítica de la llamada Escuela de Frankfurt y el marxismo contra el positivismo sociológico de corte anglosajón. Aunque debí rendirme a la brutal evidencia de que Estados Unidos era, de entre todas las naciones del orbe, la que mayor aporte había hecho al desarrollo de la libertad y la democracia en la historia moderna. A nuestra historia. Con todos sus pro y todos sus contra. El baluarte de la cultura de la libertad. Como acaba de escribirlo en un estupendo artículo mi amigo Carlos Alberto Montaner (http://www.el-nacional.com/carlos_alberto_montaner/Cuba-Unidos-lucha-sigue_0_596940482.html), y cuya lectura recomiendo ampliamente, pues vuelve a poner el dedo en la llaga: el odio cainita, psicopático, enfermizo de Fidel Castro contra Estados Unidos, que se ha saldado con las peores y más aterradoras desgracias para la América Latina de los últimos sesenta años. Con un epílogo pesadillesco: la Venezuela chavista. Y un colofón de espanto: un continente enceguecido por su izquierda radical. Acompasada por la cobardía y concupiscente pusilanimidad de unos sectores democráticos rehenes del castrismo a lo largo y ancho de América Latina. De la que ni las sotanas se salvan.
Es completamente natural que ese hondo, ese profundo prejuicio contra Estados Unidos siga imperando en los círculos de la izquierda marxista latinoamericana, un rencor perfectamente compatible con el esquizofrénico oportunismo de sus élites que, a la hora de disfrutar de sus mal habidos bienes de fortuna –que en algunos escogidos de entre la corrupta cofradía cívico-militar del chavismo venezolano alcanzan hasta miles de millones de dólares– quieren depositarlos, invertirlos y gozarlos precisamente en el país de sus odios más entrañables. Lo que no tiene nada de natural es que, simultáneamente, detesten a Estados Unidos, adoren a Cuba y se resientan mortalmente porque el gobierno del país de sus ilusiones les retire la visa para allegarse a La Florida o a Nueva York, le congele los bienes y los ponga ante la dura alternativa de cumplir las leyes que hacen de Estados Unidos el sueño dorado de sus anhelos.
Ese odio esquizofrénico ha percolado a quienes no tienen un dólar y no irán, ni ellos ni sus descendencias, en sus vidas al Imperio. Esos millones de desarrapados que al borde de la inanición corren a firmar un documento que les presenta uno de esos multimillonarios corruptos proveniente de la ultraguerrilla pero hediondo en dólares. Y, peor aún, que quienes no tienen otro sostén de respaldo político que las democracias occidentales, a la cabeza de las cuales se encuentra, nos guste o nos disguste, precisamente Estados Unidos, salgan a cacarear su solidaridad con los criminales rojo rojitos.
Por eso, le agradezco profundamente que haya sido la primera nación del orbe en tomar en serio la terrible tragedia que vive el pueblo más indigente e ingenuo del planeta, de una generosidad exultante y un espontaneísmo suicida. Si bien corto de entendimiento, veleidoso y proclive a correr con entusiasmo detrás de sus peores desgracias. Y me avergüenza la infinita estulticia de una élite estúpida y farisea que prefiere ser colonizada por una nación miserable pero vecina y arrodillarse ante quienes sus mayores independizaran. Amén de ser la prueba material más concluyente de la esquizofrenia de una cultura que daría su vida por vivir en Estados Unidos, pero no pierde ocasión de expresar su malestar por su crasa incapacidad para crear su propia civilización, tan culta y desarrollada como la que odia/admira en el Norte, rindiéndose finalmente a su minusvalía.
Así de simple. Gracias Obama. Infinitas gracias.

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